miércoles, 30 de noviembre de 2011

NZ isla sur (y un poco de norte, otra vez).

Bien, y estábamos en Wellington, en la isla norte de Nueva Zelanda, justo antes de tomar el ferry hacia Picton, en la isla sur… el ferry era gigante, una mole que parecía casi un edificio cuadrado en movimiento (me sorprende que esos barcos no se hundan), y que tenía unas instalaciones bacanes, con unos sillones de cuero todos suavecitos, y muchos bares y restoranes. Casi todo el grupete se fue al piso donde mostraban películas gratis, pero yo me quedé en el de más arriba con un par de amigos más, mirando al horizonte marino y durmiendo en sillones casi desiertos…  al final en realidad eso fue lo que más hice, dormir, jeje. Felicidad.

Al llegar estábamos medios nerviosos porque Scratch, nuestro amigo conductor, no había aparecido durante la mañana de la partida, por lo cual tuvimos que tomar un colectivo al ferry para no perder los tickets ya comprados, y salir solos… La noche anterior nos habíamos ido de farra, y todos nos habíamos devuelto antes que él, y como después no apareció, dedujimos que probablemente se había quedado dormido de puro carreteado... Al principio nos dio rabia, pero cuando ya habíamos resuelto el problema, nos dio pena, porque de verdad que era encantador, y no sabíamos qué hacer, si acusarlo o no, porque igual estábamos llegando a la isla sur en la buena de Dios, sin guía y sin siquiera bus que nos esperara (en teoría), pero si lo acusábamos obvio que lo echaban y no queríamos eso.

Pero apenas nos bajamos del ferry… ¡nos encontramos con él! inmaculado y llevando una sonrisa digna de galán de teleserie, como si no se hubiera casi autodestruido la noche anterior… y apoyado en un nuevo bus Stray mucho más lujoso que el anterior, jaja. Al ver la cara de sorpresa (y de alivio) nos dijo con extrañeza “But I said that I was going to catch a plane”, y era cierto que lo había dicho, en la fiesta, pero obvio que habíamos pensado que era una broma nacida del entusiasmo estival… solo que era verdad. En el carrete se había encontrado con unos amigos que viajaban en avión privado al día siguiente, y que ofrecieron llevarlo... entonces en vez de despertarse antes del amanecer y andar en barco unas 5 horas, se había tomado la mañana y luego en menos de 30 minutos llegado a la isla sureña. Obvio que era la opción. Pero nadie lo había entendido.

¡Oh, qué felicidad! Tener todo resuelto. Así que nos subimos al nuevo bus (es que Stray no sube sus buses al ferry: deja los de la isla norte en la isla norte, y lo de la sur, en la sur), y continuamos el trayecto. Ese primer día pasamos por Nelson, una de las ciudades más importantes de Nueva Zelanda (con 40.000 habitantes, ojo), que era el hogar natal de Scratch. Esa parte del recorrido fue especialmente jocosa cuando éste nos "explicaba" los que eran las cosas, incluyendo comentarios muy mentirosos como “Under this bridge I had my first kiss… last year". Ya en la noche, llegamos a alojar a Marahau, específicamente al parque nacional Abel Tasman, llamado así en honor al mismo explorador neerlandés que dio su nombre a Tasmania, y a su tigre, y a su demonio… un parque nacional verdísimo, mojado, muy similar a los que hay en el sur de Chile, a la altura de la región de los lagos, con cerros llenos de vegetación y ese murmullo constante de naturaleza.

Allí nos quedamos dos noches, porque se suponía que íbamos a hacer un trekking durante todo el día siguiente, pero luego nos llovió tan fuerte, que el trekking solo lo hicimos tres del grupo, y por apenas un rato. Así que más que nada compartimos, en una casa donde estábamos los 15 del grupo absolutamente solos. Jugamos Scrabble (en inglés), algunos vieron películas, y otros simplemente nos instalamos en el balcón a ver la lluvia y a pasar el rato, tomando té… Al final fue uno de mis días favoritos, porque la falta de distracciones permitió que como grupo nos conociéramos mucho más, en ese ambiente tan apartado de todo, que como fuera del espacio y del tiempo.

Luego de ese feliz relajo, y como por contraste, nos tocó quizá el día más traqueteado... unas 8 horas de recorrido en el bus, aunque entremedio paramos en una rareza geológica llamada Pancake Rocks (o “rocas de panqueque”), que es preciosa pero difícil de explicar (ver fotos). Esa noche, agotados, llegamos a alojar en Greymouth, un pueblo en medio de la nada (aunque se cataloga como ciudad), sin nada demasiado interesante que hacer, pero es que el próximo destino importante, el glaciar Franz Joseph, estaba muy lejos, así que había que cortar trayecto. Los compañeros se fueron a un paseo a unas viñas, pero a mí me dio lata (las viñas me aburren un poco), así que me quedé conversando en el hostal con unas estonianas, de 28 y 30 años, que estaban trabajando en el campo de manera ilegal y viviendo allí. Ellas estaban cocinando, y terminaron invitándome, con tal que al final me vi muy beneficiada. Eran muy simpáticas.

Al día siguiente fue casi igual de traqueteado, 7 horas de corrido en el bus, pero ante tanta repetición uno empieza a caer en un estado alterado de la mente, y a pasar a sobrevolar la escena, más que estar realmente vivéndola. Aparte, lo inhóspito y extremo del paisaje, causa cierta sensación de regocijo y de libertad, por estar tan lejos de todo el mundo, y a la vez tan inmerso en el corazón verde de la naturaleza. Es casi como estar en terapia.

Al fin llegamos al pueblo de Franz Joseph, llamado así en honor al glaciar (homónimo), que tiene la gracia de ser uno de los pocos en el mundo que está avanzando en vez de retroceder (el glaciar, no el pueblo). El pueblo es una preciosura, totalmente inmerso en medio de la montaña, y compuesto de apenas unas pocas casas, restoranes y tiendas. Además, el hostal en que nos tocó estar fue uno de los buenos, excelentes instalaciones y además lleno de otros backpackers porque es un parada de culto, con harta vida social. Nos quedamos dos noches allí porque al día siguiente había un trekking de los power.

Yo decidí no hacer aquel trekking de rigor, que consistía en subir el glaciar hasta más o menos arriba, escalando por el hielo. Tomaba absolutamente todo el día, y además era muy caro, más de 200 dólares. En vez fui con la Miriam, una holandesa de 18 años, a hacer el trekking por nosotras mismas, sin subirnos al hielo (es ilegal sin guías), pero entrando de lleno en el parque nacional y llegando hasta a algunas aldeas maorís. La cercanía del hielo hacía al lugar bastante silencioso.

Ese fue otro de mis días favoritos. Además de que nos ahorramos un platal, fue una tarde absolutamente libre, en la que simplemente merodeamos por la zona. Luego de tanto guía y de tanto seguir una agenda, uno empieza a insensibilizarse ante tanto estímulo, y a sentirse irritada de tantas instrucciones… pero al haber ido solas… al haber elegido el modo de recorrer, y al haber podido tomarnos nuestro tiempo al hacerlo… además de sentirnos más libres, en cierto modo hizo que fuera algo mucho más nuestro, un lugar que descubrimos solas y que por eso quedó dentro de nosotras. Por supuesto, también facilitó la buena onda de la tarde que la Miriam era (es) muy agradable y simpática.

Después de dejar Franz Joseph, continuamos hacia al sur, viendo otros lugares de rigor, como el glaciar Fox o el lago Mackenzie. Esa noche alojamos en Makarora, un lugar que sospecho que ni siquiera es un pueblo, sino solo un hostal enclavado allí, con bar y restorán (¡y karaoke!), pero en medio de la nada y bastante chico. Allí alojamos divididos en casas A, lo que me hizo intensamente feliz, puesto que cumplió un sueño que había arrastrado durante toda mi infancia. El paisaje todavía era muy verde, en esas zonas, como la isla norte.

Al día siguiente nos encaminamos a Queenstown, que viene a ser de los destinos más esperados y queridos de Nueva Zelanda, si no el más. Entonces fue cuando el paisaje comenzó a cambiar, no sé si por la altura, o por el extremo sur, o por ambas cosas, pero la naturaleza dejó de ser tan verde, y comenzó a ser amarillenta y pastosa, y a desnudar sus montañas ante la simple vista... viéndose todo mucho más cercano de lo que en verdad está (uno pierde la perspectiva). Pasamos por el lago Wanaka, muy lindo, aunque más que el lago (que admito que encontré medio fome) me gustó el museo al que fuimos allí... un museo de efectos ópticos y otras rarezas, con laberinto de árboles incluido, en el que tuvimos un rato realmente divertido e intercambiamos varios codazos de feliz impresión compartida.

Esa noche al fin llegamos a Queenstown, un pueblo que tiene de todo: está rodeado de lugares interesantes en los cuales pasear, y además tiene mucha pero mucha vida social y también vida nocturna… y todo tipo de locales, y de discoteques, y de tienda, y también ferias con artesanías, y así un montón de cosas simpáticas y urbanas que además de choras son un alivio cuando uno lleva tanto tiempo recorriendo en medio de la nada.

Algunos fueron a jugar mini golf y otros fuimos a probar las hamburguesas del Ferburguer, que lo recomiendo totalmente si alguien va… exquisitas, y baratas, y tan grandes que sirven para guardar y comer en dos o más ocasiones (aunque son tan ricas que en general duran menos). Luego, en la noche salimos a comer pizza, y a bailar, y en un juego yo me gané un ticket que me dejaba ir gratis a siete distintos bares, y tener siete tragos distintos gratis… ticket que si simplemente se compraba, costaba 30 dólares, pero yo se lo regalé a una amiga y al final me quedé con el resto del grupete. Es que era mi última noche con la mayoría de ellos.

Es que, pese a que Queenstown es un destino tan importante que el bus Stray recomienda quedarse mínimo 3 noches allí… el pasaje de avión de vuelta a Australia que había comprado en el aeropuerto, era para apenas dos días más, así que tenía que partir. Justo a la noche siguiente era el Winter Fest, fiesta masiva que celebra el inicio de invierno, aunque no había nevado (cosa complicada considerando que Queenstown tiene un centro de ski), pero que igual tenía al pueblo tapizado de afiches. Una pena.

Así que me fui media triste, porque aparte de perderme la fiesta, el grupete se había convertido en una especie de familia... pero a la vez me fui feliz justamente por lo mismo: por haber tenido la suerte de forjar esa clase de lazos, y de entremedio haber tenido esa experiencia de descampado... tan lejos de todo y de todos (aunque eso continuaría). Así que, a la mañana siguiente, me subí resignada a mi nuevo bus Stray, con nuevo conductor (un rubio medio fomeque llamado Nana) y mis nuevos compañerines, que eran solo tres, mientras un par de ex compañerines me despedían con pañuelos, llorando en broma. Es que obvio que nadie iba a querer dejar Queenstown justo cuando venía la gran fiesta del invierno. Yo no lo habría hecho.

Pero a la vez sí, porque estaba emocionada de continuar adelante. Y ese último día de excursión me llevó al Monte Cook, el monte más alto de Nueva Zelanda, 3.700 metros, un destino que hace rato había esperado y que tenía muchas ganas de ver. Aunque el monte no se ve tan alto, porque la zona entera es montañosa… qué lugar más espectacular para la vista, y qué escarpada que es la punta.

El pueblo del Monte Cook era enano, apenas unas casas desperdigadas, y un hotel gigante igual de bien armado y de tétrico que el de “El resplandor”, casi vacío… pero el escenario era para quedarse sin palabras, y hasta un poco claustrofóbico porque adonde se mirara había una montaña custodiando el horizonte, cayéndose encima de uno. Con mis nuevos compañeros (dos ingleses de 18 años, y una holandesa de 25) partimos a un trekking improvisado, solos, y de algún modo llegamos a una laguna glaciar, en medio de dos montañas. Hacía un frío impresionante, especialmente desde que se puso el sol, y el paisaje era lunar y casi irreal. Sacamos unas fotos increíbles, y a la vuelta nos devolvimos cantando, y las voces resonaban contra los muros de tierra, de hielo y de piedra.

Al día siguiente se acabó mi expedición Stray. El grupo seguía un día más, pero yo debía bajarme en Geraldine (un pueblo) para tomar el bus, para así llegar a Christchurch, y tomar el avión a Melbourne, Australia… pero una vez que llegué al aeropuerto, resulta que todos los vuelos estaban cancelados por la nube volcánica del Puyehue, hasta nuevo aviso.

Irónico, ¿no? Correr tanto para luego no poder irse. El aeropuerto estaba lleno de gente viviendo allí, hasta con espacios habilitados para eso, y en un comienzo decidí esperar. Me hice amiga de unos polacos que llevaban ya tres días instalados allí… pero luego recordé que estábamos a 26 de junio, y que el 16 de julio partía a Chile y que tenía un montón todavía que ver, así que me puse impaciente.

Quise irme a un hostal en Christchurch a conocer la zona mientras el asunto se arreglaba, porque los vuelos habían hasta triplicado los precios, y yo, por estar en la aerolínea más rasca (Jestar) con el pasaje más rasca, estaba en una lista de espera para siempre jamás. Pero Christchurch tenía sus propios problemas… el terremoto que había sufrido hace algunas semanas había vuelto a colapsarlo todo, y sus hostales estaban absolutamente repletos, así que no era una opción (por eso había tanta gente viviendo en el aeropuerto).

Así que al final, luego de pasar poco más de un día esperando (no mucho en comparación con otros), me fui a Auckland, a esperar allí a que amainara la nube volcánica. Jetstar me devolvió lo que había pagado por el otro pasaje, pero los precios estaban tan altos que viajar dentro de Nueva Zelanda me salió casi el triple que lo que me habría costado a Melbourne, Australia. Bueno, es que ese viaje a Melbourne lo había comprado con mucho tiempo (y me había salido extremadamente barato).

Al final no conocí Melbourne. No en esa ida a Australia. Me quedé en Auckland tres días, esperando, y luego partí a Brisbane, en un vuelo barato, y al final no alcancé. Esos tres días en Auckland me alojé en Nomads otra vez, pero en una versión más barata llamada Nomads Fat Camel, en donde me mandaron a un departamento compartido, con living, refri, tele y todas las instalaciones. Allí conocí a chilenos, una rareza en el viaje, y también a unos alemanes, y pasamos unos días agradables juntos, aunque todos estábamos un poco irritados. Los otros chilenos estaban muy asustados, porque se les había vencido su visa hace dos semanas, y es que no habían podido irse, también por la nube volcánica. Más adelante querían volver a Nueva Zelanda y les daba nervios que luego no les dieran la visa por haber “abusado” de ella. Además, estaban medio arruinados… pero logramos bajar la tensión compartiendo las experiencias propias y en especial unos buenos garabatos, que buena falta me hacían. Hay pocas cosas más placenteras que echarse una buena garabateada en el idioma natal. Para mí los idiomas extranjeros no suenan igual, pese a que alguna vez insulté en inglés, y en que hasta insistí en aprender insultos o palabras polémicas en alemán, francés, holandés y hasta japonés (el miembro controversial se llama "chin")... pero nunca tuvo el mismo sabor.

Al terminar esos tres días me fui de Nueva Zelanda, con una sensación feliz, y en el aeropuerto me encontré con varios jugadores de rugby, que estaban llegando con cara de expectación y de felicidad (el mundial estaba casi encima). Yo los miré con la ternura de quien mira a personas que llegan a un lugar que para ellos es nuevo, pero que uno ya ha conocido… aunque posiblemente ellos han viajado mucho más que yo… por ahora.

El mundo es un lugar tan amplio. Hay tantos lugares a los que ir, y tantas cosas que ver, que no sé hasta dónde vale la pena repetir. Pero sí sé que me gustaría volver a Nueva Zelanda alguna vez. 


En el techo del ferry saliendo de Wellington, isla norte, a Picton, isla sur. Un innegable aire a los emigrantes de las pelis antiguas (aunque con elementos modernos).
Una roca en la playa de Nelson (ciudad importante en la que no paramos) (pero importante y todo, solo de  40.000 habitantes).

Palmeras sin cocos (así son allí) (lo que da pie a cierto insulto para cierta gente, jeje).

Caballitos tapados cual los del sur chileno en el parque nacional Abel Tasman, en Marahau.

Uno de los trekking del parque nacional.

Jugando scrabble con los compañerines en la noche lluviosa: Rob (inglés), Adam (inglés) y Emilio (español). Emilio y yo quedamos en tercer y cuarto lugar, pero dimos la batalla, jeje.

La Tahianna y Adam en un break estirador de piernas.

La Tahianna y la Miriam paseando por las rocas Panqueque.

Que son preciosas.

Y entre otras cosas, tienen islotes a lo lejos.

Verde que te quiero verde.

Mas rocas Panqueque (o Pancake Rocks, como le dicen), en Punakaiki (qué lindos son los nombres neozelandeses, ¿Cierto? ¿Y ven que suenan hawaianos?).

El muelle de Greymouth, ciudad en la que paramos... Es la más poblada de toda la isla sur, reune el 42% de la población y tiene... 13.850 habitantes.

Con la Miriam (holandesa), y un incluido Emiliom posando en la playa Hokitika, camino a los primeros glaciares.

La intimidante biblioteca del lugar (intimidante, pero NUNCA falta una biblioteca - más encima gratis - en los poblados neozelandeses - ni australianos).

La Tahianna (brasilera) sacando fotos en la inmensidad en uno de tantos lagos en los que paramos paseando.

La Sarah (inglesa) y Scratch (local) en uno de tantos ríos anónimos.

Atardecer bajo ese puente con parte del resto del grupete.

El glaciar Franz Joseph... una preciosura.

Con la Miriam en un break acuático (el glaciar se ve muy cerca, pero no es realmente así).

Vamos llegando, chuai chuai.

Un bosquecito aparte en los alrededores del pueblo.

El lago Mackenzie.

La Tahiana y la Miriam sacándole fotos al agua transparente del glaciar Fox.

Rob me dice "salta y yo te atrapo".

"¡Prepárate, flaco!"

El glaciar Fox. No se cacha lo grande que es, aunque si miran a las personitas a la izquierda tendrán una mejor noción.

Empezando lo que sería una entusiasta noche de karaoke en Makarora.

Con la Andrea (alemana) peluseando en el museo de rarezas en Wanaka, que tiene hasta un laberinto hecho de planas. Acá estamos en una pieza que tiene una gran inclinación (que se nota por el curso de agua artificial atrás).

Pieza de la ilusión. La gente no es realmente ni gigante ni enana, pero por el modo en que está construida lo parece.

Hasta los baños (o bien, su sala de espera) tienen ilusión óptica.

Un pato echando a otro en el lago Wanaka.

El lago Wanaka per se. La vegetación delata que estamos en alturas.

Camino nuboso.

Bungee casual... pero ojo con que fue creado por los creadores mismos del bungee (neozelandeses) y que fue uno de los primeros. Se inspiraron en algo que hacen en Vanatu, y también los aztecas en sus rituales.
La flautista de Hamelin pero de Queenstown y en versión patos.

Preparación para el ¡festival de invierno! Winter Festival. Igual admito que el anuncio me recuerda a una campaña de chalecos lindos que hubo hace años en Falabella.

Las calles de Queenstown... que se parecen a Pucón y a Bariloche en su estilo austral.

Mis amigos despidiéndome de un modo dulce y tragicómico.

Hotel casi vacío en monte Cook, en el que en cualquier momento se aparecía el loco de "El resplandor".

De trekking a las montañas y glaciares, en una de las últimas tardes neozelandesas.

Con mis nuevos compañeros de bus, dos ingleses y una holandesa, tratando de cachar el camino.

Muchos tipos de musgo en un solo arbolito.

En una laguna/glaciar cercana (cuyo nombre no retuve).

Gente viviendo en el aeropuerto de Christchurch (su servidora incluida).

¡A Australia otra vez!

lunes, 21 de noviembre de 2011

NZ isla norte.

Bien, y hace cuatro meses que volví de mi viaje mítico por Australia y alrededores, y recién ahora vengo acá a intentar terminar este relato… jejeje. Es que volver ha sido tan intenso como viajar, aunque de otra manera. Y por un lado, siento como si hubiera vuelto ayer, pero por otro, como si hubiese sido hace millones de años. La vida es tan diferente aquí, para mí, que es como si lo otro hubiera sido un espacio alterado de conciencia… pero lo mismo podrían decir otros de nuestras vidas aquí, y es que el mundo es un lugar tan diverso… que a veces ni siquiera necesita traslado físico para cambiar. Uno puede vivir mil vidas sin moverse del lugar de origen, y al revés, no experimentar nada aún correteando por todas partes… pero cómo ayuda poder corretear, ah.

Mi viaje a Nueva Zelanda fue espectacular. Recibí varios comentarios negativos al respecto de mi proyecto, en especial de chilenos, quienes suelen impresionarse de que una no le huya de escapar del frío y del invierno. Es que se me ocurrió partir allá justo en junio, desde el 7 al 28 aproximadamente… pero pese a que me advirtieron que iba a estar glacial, al final no fue muy distinto de las noches tropicales de norte de Australia, que son ventosas y heladas (tanto que me dio amigdalitis dos veces). A la vez tengo que decir que fui bastante preparada… a falta de chaquetas producidas de excelente calidad, tenía capas y capas de ropa… que funcionaban, aunque era tanta ropa que me costaba moverme dentro de ella, jaja, y que cada vez que me movía, sonaban en una especie de “jjjj”. Pero sobreviví.

La verdad es que pensé que iba a ser mucho peor, el frío. Tal vez tenga que ver con el cambio climático, pero la mayoría de los lugares donde estuvimos, tenían menos nieve de la que deberían y eso hizo que la temperatura fuese más regular. A la vez, llovía bastante… pero es que a mí me encanta la lluvia. Es como la confirmación de estar habitando a un mundo vivo (aunque podríamos estar en un planeta donde llueva azufre). Y suena, tan fuerte. A mí me encanta. Eso para mí es un feliz plus.

Pero Nueva Zelanda, no me recibió al comienzo con la misma alegría con que yo lo soñaba. Para empezar, no sabía que había que tener boleto de salida al llegar, entonces me hicieron comprar uno en el aeropuerto, porque si no nada de entrar y de quizá andarse quedando… lo que además de significarme más plata (de la que me habría costado cotizando tranquilamente), significó que no pude calcular tan bien el largo adecuado del viaje. Además, con la aproximación de lo que sería el campeonato mundial de Rugby, la mitad de las preguntas para el papel de entrada tenían que ver con eso. Y los precios, por lo mismo, estaban en alza.

Pero de todas maneras, me salía mucho más barato que Australia. No solo es que las cosas valen menos dólares (el alojamiento baja radicalmente de unos 28, a unos 22), sino que el dólar mismo vale menos allá… entonces es un ahorro por dos partes. Es fácil olvidar lo último, hasta que uno va al súper y nota que los elementos más básicos, como la leche o el pan, parecen valer bastante más… pero en realidad es lo mismo que en Australia, solo que en su dólar traducido. Qué felicidad, dicho sea de paso, ir a sapear el súper... esa es una de las mejores cosas de llegar a un país nuevo. Hay pocas actividades que reflejen mejor la naturaleza de un pueblo, y que estén hechas de a tanto detalle.

Nueva Zelanda, en todo caso, resultó ser una verdadera preciosura de país y bastante parecido a Australia en temas culturales, como la mezcla racial (aunque los blancos son menos rubios), o la presencia de baños públicos impecables en todas partes, o de bibliotecas gratis con internet, en donde uno podría quedarse a vivir. Pero tiene bastantes diferencias también… está lleno de actividad volcánica, y sus aborígenes (los maorí) son totalmente distintos a los australianos… mucho más amistosos y alegres (y racialmente completamente diferentes), y su flora y fauna es otra cosa, también.

Eso, porque Nueva Zelanda está en la placa más nueva del mundo, mientras Australia está en la más vieja. Eso significa que en Australia, por la cantidad de tiempo para evolucionar y crecer, hay una variedad impresionante de flora, y de fauna, y también un número muy alto de plantas y animales primitivos y muy venenosos, porque estaban aislados y entonces no tuvieron que pelear con plantas y animales extranjeros para subsistir… mientras que en Nueva Zelanda la aparición de la tierra es tan nueva, que ni tiempo hubo para que evolucionaran los animales, ni menos empezaran a pelearse. Aunque hay muchos mamíferos de agua (tipos de focas, por ejemplo), el único en la tierra eran los murciélagos… antes de que el hombre occidental trajera el gato, y a los ratones, además de las ovejas y otros. Eso hoy ha provocado que la flora y la fauna haya perdido mucha de su riqueza autóctona, por culpa de ese choque mal administrado, y es que lo nativo neozelandés no tuvo (o tiene) demasiadas herramientas para defenderse… con decir que el kiwi, pájaro emblema, ni siquiera alcanzó a desarrollar alas, porque no tenía depredadores de los cuales escapar, ni tampoco los loros, lo que significa que cuando llegaron, hubo bastante extinciones...

Pero igual la flora y la fauna empezó a verse afectada antes de John Cook (siglo XVIII), cuando los maorís llegaron en el siglo XII. Ellos vinieron desde Hawaii, lo que se nota, porque son igual de tostados, y alegres y regordetes como los que vemos en las películas, con esas caras redondas, ojos achinados y sonrisas blancas. Al lado de los aborígenes australianos son bastante blancos, pero al lado de los europeos son oscuros, bastante parecidos a los indígenas de Sudamérica (bueno, tenemos ancestros comunes), y al igual que en Sudamérica (y a diferencia de en Australia), se han ido mezclando con las razas conquistadoras, de manera que hay un mestizaje – por así decirlo – importante. No es de extrañar, porque son bastante simpáticos, y tal vez genéticamente alegres. Y sí, sé que ese último comentario suena superficial y algo deslenguado, pero la verdad es que no lo es… obvio que la simpatía corre a la hora de querer forjar una vida con alguien más. A la vez, los aborígenes neozelandeses quizás sean más populares. En Nueva Zelanda, el 16% es maorí, mientras que en Australia solo el 2% es aborigen australiano… y esos últimos son aborígenes que sufren mucha discriminación y carencias, tanto así que viven 17 años menos, en promedio, que el resto de los australianos.

Bien, y retomando el tema de los hawaianos futuros neozelandeses, y su llegada a la zona, esto fue en el siglo XII, y también anduvieron desordenando la tierra. Antes de ellos, el país era un 80% de bosques, solo porque el gran número de volcanes que tiene impedía que fuera un absoluto (y también las zonas muy altas), lo que disminuyó con su aparecida (en los museos hay mapas muy trágicos al respecto). Estos maorís fueron los primeros humanos de la zona, y luego cuando llegaron los segundos humanos, al igual que en muchos lugares, fueron relegados a aldeas externas, siendo eventualmente desposeídos de todos los territorios de la isla norte, y de casi de todos los del sur… pero hoy en día viven en bastante respeto común, y su cultura está muy inmersa en el imaginario de la zona.

La verdad es que no recuerdo haber visto antes un lugar en donde se sienta tanta aceptación y orgullo por la comunidad nativa. Había visto la parada de eso, pero no ese sentimiento neozelandés que realmente transmite de orgullo, y es que Nueva Zelanda, al ser tan nuevo, tiene menos trabas a la hora de encontrar su propio desarrollo, quizá como un hijo nacido de padres muy viejos. Pudo ser un país moderno, sin mayor esfuerzo, y muchas veces lo fue. Como al ser los primeros en darle a las mujeres el derecho a votar, en 1893, a diferencia de los aborígenes australianos que, con sus hombres incluidos, pudieron hacerlo apenas en 1962… pero es que tal vez los australianos estaban más en la mira y tuvieron menos espacio para ser libres o “liberales”. Quién sabe (es una teoría) (uno elabora muchas teorías cuando viaja) (y cuando no viaja, es parte de la naturaleza humana).

Dejando ya la historia y la geografía, Nueva Zelanda es una cosa linda. Verde, verde, verde, por todas partes, y poblada de ovejas y de vacas que tampoco son originarias. Al igual que Australia, es un país casi vacío, en donde al llegar a las ciudades más grandes, igual se siente como nadie, o como casi nadie, aunque la señal de internet y de celular es mucho mejor, y también el sistema de correos (tal vez porque el país es más chico y están todos más cerca). Otra cosa interesante es que en Nueva Zelanda uno se encuentra con mucho más sudamericanos (porque exigen menos en el inglés para la Work and Holiday), y también que está lleno de israelitas, lo que me hace preguntarme qué onda con ellos en Australia, ya que jamás me tocó trabajar con ninguno, y en Nueva Zelanda estaba lleno, en todos los backpackers, ¿será que tienen más problemas para conseguir la visa? No se me ocurre otra opción, ya que en Australia el sueldo mínimo es 18.50 la hora, mientras en Nueva Zelanda apenas 10... cómo no va a haber ninguno en Australia.

Por supuesto, empecé el viaje en Auckland, isla norte, que no es la capital (Wellington lo es), pero sí es la ciudad más poblada del país, con 1 millón de habitantes. Fue fundada por los maorí en 1350 y luego por los europeos en 1840 (vaya a saber una porqué se dice que hubo dos "fundaciones"). A riesgo de ser repetitiva, ah... es una preciosura… Está llena de sinuosidades, como una especie de Valparaíso con arquitectura mucho mejor cuidada, y sumida en una especie de selva austral, que casi duele a los ojos ver. Auckland está al norte de Nueva Zelanda, pero aún así está a la altura de Concepción. A la altura de las Torres del Paine volveremos a encontrar solo mar. Todo Nueva Zelanda transcurre entre esas latitudes sureñas.

A Auckland llegué bastante cansada. Había carreteado varios días seguidos en Cairns, y cuando al fin partí, llegué a las 5 de la mañana, entonces tuve que esperar que amaneciera en el aeropuerto, para movilizarme. Lo bueno es que todas las indicaciones a la hora de instalarme me fueron fáciles: mi amiga Kristen, una estadounidense de Nueva York de 25 años que conocí en Australia, había partido apenas dos días antes que yo, por lo que me iba dando los datos de adónde ir y cómo llegar.

Así fue como alojé en Nomads, que es uno de los típicos hostales. Era rico, con una cocina en el techo, un sauna gratis, y unos sillones de cuero en donde me eché cierta tarde a ver series viejas de televisión con los hostalamiguis. Y me tocó compartir pieza con la Shawna, una canadiense de 35 años, que estaba empezando su visa de Work and Holiday, lo que fue muy llamativo para mí, dado que en Australia es hasta los 30, y estaba acostumbrada a ser de las mayores... debo decir que igual fue una agradable diferencia, porque pese a que encuentro que 30 es joven, muchas veces tenía como que demostrar que lo era. En fin, la cosa es que la Shawna estaba inmersa en su vida canadiense, cuando de pronto había descubierto que estaba aburrida, que necesitaba un cambio en su vida, y había decidido dejarlo todo. Yo igual la admiré. Me pregunté si a los 35 tendría el ímpetu de hacer algo como eso… aunque con el tiempo he descubierto que todos somos capaces de hacer lo que tenemos que hacer, cuando nos toca. Y sí, ahí estoy mirando a la Shawna con la misma admiración con que los de 25 me miraban a mí. Qué nerd, jaja. A veces es como si una no aprendiera nada.

Con la Shawna nos hicimos muy amigas durante los tres días que estuvimos juntas, lo que es casi una vida cuando se viaja. Llovía, e íbamos juntas corriendo con nuestros laptop a pechar internet gratis en el Starbucks, o a comprarnos alguna chaqueta decente, cuando su pinche de 27 (con aro en la lengua incluido), medio celosín, le dejaba espacio. Luego de eso, partí en el Stray Bus, dato que me dio mi amiga Kristen, a quien no logré ver porque resulta que las dos estábamos contra el tiempo.

El Stray Bus es un sistema para recorrer Nueva Zelanda que lo recomiendo completamente. Es un bus que te lleva a lo largo de todos los puntos importantes, y que tiene un sistema “hop on, hop off”, lo que significa que si a uno le gusta un lugar puede quedarse allí unos días, y luego volver a subirse al bus. Incluye a un guía, y a mí me tocó Scratch, un local de 36 años, que era bastante loco, pero también real realmente encantador. Hacía juegos en las grandes manejadas, y cantaba absolutamente todo el rato, las canciones más romanticonas de la tierra, a voz en cuello, sin importarle para nada lo que nosotros pudiéramos pensar. A todos nos fue conquistando, aunque a algunos nos costó cierta capacidad de audición, por escuchar el Ipod al volumen máximo cuando una canción en particular le gustaba lo suficiente como para cantarla 5 ó 6 veces seguidas... cosa que pasaba más de lo que quisiéramos recordar... aunque ahora lo hago, con cariño.

Yo no pude usar el sistema hop on, hop off, porque tuve apenas los días justos para hacer el viaje. Como al entrar a Nueva Zelanda, tenía que dar la fecha de salida, di una que luego me significó poco para pasear. Por suerte, tenía los días justos para tomar el tour más corto de Stray, llamado justamente “Short Max”. Lo bueno es que varios estaban así como yo, casi todo mi bus Stray, lleno de gente de los cinco continentes (bueno, excepto África), lo que significa que al final del tiempo éramos como una familia, primero porque no podíamos zafarnos unos de los otros, luego porque nos caímos en gracia.

Lugares vimos tantos, demasiados como para poder nombrarlos todos sin causar un éxodo masivo del lector. Empezamos por la isla norte, que todo el mundo dice que es fea al lado de la isla sur, aunque a mí no me pareció así. Todo era frío, y descampado, pero también saturado de verde, y de musgos, como si la persona a cargo de la naturaleza no pudiera soportar el vacío. Empezamos en Auckland viendo un enorme cráter vacío en medio de la ciudad,  el monte Edén, ahora lleno de un pasto verde casi incandescente, y de ahí fuimos a Raglan, la playa surfista, donde alojamos, pasando por varias cataratas y lugares íconos. Todo muy lindo, pero en general ese viaje lo hice tan rápido que no logré darle a cada cosa que vi la atención adecuada.

La primera noche la alojamos en Raglan, en una casa en medio del bosque, en donde nos quedamos jugando cartas y comiendo una pizza que Scratch fue a comprar al pueblo. Al día siguiente hicimos uno de los mejores paseos: a las cuevas de Waitomo. Son unas cuevas dentro de dos montañas, a las que uno se mete bajando por cataratas, amarrado de cuerdas. Hay que tener guata y espíritu de aventuras, porque tranquilamente bajamos 300 metros, metidos en medio de esas montañas, y más de la mitad del tiempo con la catarata encima… pero cuando apagamos las linternas, vimos de esos gusanos que brillan como luciérnaga en los techos de las cuevas, y cantamos canciones románticas de musicales, todos juntos y a todo cachete, para no morir en hipotermia y un poco para expresar nuestra noción de existencia.

Ese fue uno de los días más especiales, porque en la noche también nos tocó algo esperadol: alojamos en una reserva maorí, en Maketu. Eso es lo bueno de Stray, que te lleva a los lugares outdoor y extremos que el turista promedio no conoce (o no le interesa conocer). También pasa mucho por sitios donde alguien se tira en paracaidismo o hace bungee, aunque no es obligatorio. Yo me abstuve de eso, en parte porque igual era caro, en parte porque me dio chusto, aunque sí compartí la adrenalina de mis bus-amiguis.

En Maketu, donde está la reserva maorí, nos recibió el jefe, un tipo como de 80 años, pero que con la piel privilegiada y aceitosa de ciertos aborígenes, se veía máximo de 50. Toda su familia era racialmente maorí, excepto su señora que era blanca, y además conocía a Scratch porque él es 1/8 maorí, y cachaba a sus parientes. Nos contó de sus costumbres, luego de instalarnos nos cocinó su especialidad (un pescado cocido envuelto en alusa foil, bastante malo), y más tarde nos invitó a la ceremonia de unión fraternal, o algo así… en ella, uno se presenta como tribu externa, y los maorís, luego de cierto enfrentamiento simbólico, y de bailar el haka con los hombres del grupo de nosotros, lo aceptan a uno como parte de la tribu extendida, saludando a cada uno de nosotros con un frotar de su nariz contra la nuestra.

Ah... fue muy lindo, y luego, para celebrar la unión, bailamos, enfundados todos en esos trajes indígenas (también nosotros), y fue especialmente llamativo para mí, porque los maorís sí que se parecen a los aborígenes chilenos, así que me sentí un poco en casa. Y al amanecer siguiente, el viejo maorí nos llevó a andar en canoa, y luego nos sacó una foto y pidió nuestros nombres, para guardar en el archivo de personas que son parte de la familia extendida maorí. Así que ya saben, tengo toda una tribu nueva que cubriría mis espaldas en caso de controversia. Y yo las suyas.

De ahí pasamos por Rotorua, un pueblo con un volcán tan vivo y tan encima, que huele un poco a descomposición, solo por el azufre y otras sustancias. La arquitectura es europea, y tiene un lago precioso, lleno de patos, y otros animales, y con unos senderos bacanes para hacer trekking (como toda Australia y Nueva Zelanda, muy ocupados de crear esos espacios). Además, hay bastantes termas que están por ahí simplemente tirando vapores, un poco como géysers: uno no puede bañarse en ellas porque son muy tóxicas (aunque ganas no faltan, por suerte tienen carteles para evitar al inocente suicida). Sin embargo no se esconden porque necesitan tirar esos aires al cielo. Son como espinillas terrestres humeando bajo plena luz solar, muy ad hoc a la concepción que se tiene de Nueva Zelanda como un país nuevo, casi adolescente.

Esa noche alojamos en Taupo, un lago muy lindo, en un pueblo del mismo nombre, muy del tipo de Pucón… austral y lleno de carrete, donde parece que hay mucho que hacer pero yo no podía quedarme, y de ahí nos fuimos a Whakarora… un sector muy descampado, lleno de colinas con ovejas, y allí alojamos en un campo que se llama “Blue duck”, porque tiene de esos patos azules, que son una rareza.

Esa fue otra experiencia muy buena. Allí estábamos los 15 del bus, más Scratch, alojando en una especie de casa de madera en la mitad de la nada… el cielo absolutamente estrellado, y la plena gloria de la selva austral. La idea era experimentar la vivencia del campo, nada demasiado lejano a un buen campo chileno del sur, pero en especial para los europeos, toda una novedad. Disparamos patos de arcilla, fuimos a caminar, algunos anduvieron a caballo (era más caro), y también comimos cordero al curry. Luego, a la noche, tocamos guitarra hasta lo más tarde que aguantamos con tanta actividad (no demasiado). Yo me lucí con algunas canciones en castellano que en general les encantan a los extranjeros, puesto que consideran que es de los idiomas más lindos que hay (aww).

Lo único medio fome y volviendo atrás, fue lo del cordero al curry. Siguiendo la idea anterior, como Nueva Zelanda tiene estos mamíferos no nativos que rompen el sistema natural (o natural de antes), son considerados una plaga. Así es cómo el gobierno paga incluso por matar gatos salvajes. No es difícil salir a encontrar una presa con la fertilidad y exuberancia de lugar, ni siquiera ovejas, y así es cómo Paul, uno de nuestros compañeros y amigo, un inglés adorable de 26 años, salió con el dueño del campo a matar a uno para la comida… y yo entiendo el proceso, y que incluso sea necesario, para la fauna y etcétera… pero llevar a cazar animales a alguien que no tiene experiencia, me parece una crueldad innecesaria para el pobre animal. La carne estaba muy dura, y el pobre Paul luego nos contó, al borde de las lágrimas… que le había disparado cuatro veces, antes de que el campesino tuviera la compasión de rematarlo, y entonces entendimos porqué. El curry sí estaba bueno, pero no lo suficiente como para enmascarar el horror de ese pobre animal. Aún así lo comí, admito. Era parte de la experiencia.

De ahí nos fuimos al parque nacional Tongariro, donde está ese volcán mítico, que hace que muchos vayan a Nueva Zelanda solo para escalarlo (y para verlo, porque aparece en "El señor de los anillos"). El paseo de rigor era subirlo, pero para entonces yo estaba media enferma, así que decidí quedarme en el hostal… una cosa en medio de la montaña, en un lugar congelado, pero con dos hot tubs afuera que estaban abiertos todo el día y en medio de bosque… Ahí pasé una de las grandes planchas del viaje, porque me había salido una erupción en la piel, y los farmacéuticos me habían dado una crema que había que dejar puesta luego de la ducha… cosa que olvidé cuando me metí campante al hot tub, hasta que vi que salían kilos y kilos de espuma, y toda la gente mirándome, y yo con cara de vergüenza contenida diciendo “I can’t imagine what just happened”, jeje... tuvimos que sacar la espuma a manotazos para no ahogarnos debajo, jeje. Igual nunca admití la verdad (excepto ahora).

El parque nacional Tongariro fue un descanso para mí, porque la subida al volcán era como de seis horas, así que nos quedamos dos noches para los que hicieron el paseo descansaran, lo cual fue una rara y feliz oportunidad para no hacer nada (para mí). Aparte de llenar los hot tubs de espuma, me pasé la tarde viendo una película de casos reales paranormales junto a dos inglesas de unos 24 años, conversando livianamente de la vida, y luego simplemente dejando pasar el tiempo, con la vista clavada al techo del living de hostal y comiendo galletitas con tomate. Mis compañeros, en la tarde, llegaron todos agotados y orgullosos, habiendo conquistado la expedición y preguntándome “What did you do today?”, y casi no podían creer la poca vergüenza de mi persona contestando “Today my assignment was to do nothing… and I kind of succeeded”… jeje.

Y al día siguiente fuimos a ver unos lugares, dentro del parque nacional, donde se rodaron más escenas de “El señor de los anillos”. Estuvimos en la cascada donde conversa la Liv Tyler con no sé quién, aunque era mucho más chica que en la película y también a otro lado más, y luego fuimos a un museo que trata del tema de los terremotos y de volcanes, y que era espectacular, porque tenía un supercomputador que tenía cámara en vivo, de todos los volcanes importantes de Nueva Zelanda, y también de algunos del mundo, lo que hacía crecer cierto sentido periodístico, y tenía también un registro en vivo de todos los temblores y terremotos a lo largo del mundo completo... ese tipo de cosas nerds y controladoras que a mí me gustan, y que me hacen un poco sentir como si estuviera en una película de acción, o en la cabina perdida de Lost (aunque esa cabina era muy mula al final)... o como un científico loco, medio divino, que es capaz de conocerlo todo, y que tiene acceso a todo.

De ahí nos fuimos a Wellington, la capital, última parada de la isla norte y desde donde se cruza a la sur, no sin antes pasar por un par de playas anónimas, aunque todo parece medio anónimo en un lugar tan vacío (y a la vez tan libre)… Wellington, una capital de apenas 400.000 habitantes, pero con toda la tecnología por habida y por haber, y también el verdor... llena de parques con internet wi fi gratis (para estimular el uso de los espacios públicos), otra vez una preciosura. Además, tiene un museo que es de los mejores que he visto, de biología y otras cosas, en donde había hasta una casa que se movía con un terremoto ficticio, y dentro de la cual con mis amigos gritamos cuando nos metimos a experimentarlo (eso me hizo pensar en lo fuerte que fue el terremoto en Chile, porque aunque la casa llegaba como al grado 9, no se sentía ta fuerte como yo lo sentí entonces, y además carecía de los ruidos subterráneos de rigor). De ahí, partí a lo que iba a ser una pasada casual por la biblioteca, pero me quedé pegada leyendo ahí horas enteras, perdiéndome del shopping (lo cual, considerando el estado de mis finanzas, fue más bien una bendición), y ya a la noche, nos juntamos en el hostal... otra vez el Nomads, grande y amistoso y hasta con un pequeño cine dotado de exquisitos sillones de cuero, y luego de cocinar todos juntos (a esa altura, como dije antes, éramos una familia) salimos a ver una banda gratis en vivo y bailoteamos solo un poco, antes de caer desplomados… para al día siguiente despertarnos a las 5 de la mañana, para tomar al ferry, que nos llevaría a la famosa y también gloriosa isla sur, y empezar un trayecto nuevo...


Auckland.

Una placita desde donde se ve esa torre importantísima cuyo nombre no recuerdo.

¡"Chilean empanada"!

Auckland en toda su vorágine urbana y nocturna.

El monte Edén, ex volcán en Auckland, el verdoso San Cristóbal del lugar.

¡A 9661 kilómetros de Santiago!

Los deportistas del San Cristóbal neozelandés.

La caída del agua de la catarata "Velo de la novia".

Posando en Raglan, junto a una escultura maorí. Fíjense en los rasgos hawaianos.

Cabras en pasaje rural de Waitamo. Nuala (una amiga irlandesa) por accidente reflejada en la ventana.

Los maorís haciendo el haka.

Remando en la canoa maorí al amanecer, casi como un ejercicio espiritual.

Rotorua, la ciudad de las emanaciones tóxicas (pero como son naturales no importa).

Museo de Rotorua. Ojo con el delicado estilo europeo.

Una fuente natural de barro caliente (no usar como máscara).

Compañerines gozando en una terma casual en Taupo (el de más a la izquierda es Scratch). El resto: Sophie (alemana), Paul, Nick y Rob (ingleses), Annemarie (de USA), Tahianna (brasilera), Lucas (argentino) y Robbie (australiano).

Con Paul descansando en una mesa para gente gigante.

Un caballo que un señor está haciendo con pedazos de madera que encuentra en los ríos y el mar.

Disparando patos de arcilla en el campo de Blue Duck, Whakaroro.

Rob conquistando el sencillo arte de tirar un hacha a la distancia, y achuntar al centro de la diana.

Marshmallows derretidos, como en las películas.

Con Robbie mirando nuestras cámaras en la cascada del Señor de los anillos en vez de mirar a la cascada.

El volcán Tongariro (¡qué preciosura!).

Con la Tahianna saltando frente a la subida del centro de ski del Parque Nacional Tongariro.

Una de esas playas anónimas. Acá paramos a almorzar pasteles de carne (típicos de Oz y de NZ, y exquisitos). Ñam ñam.

La marina de Wellington. Ojo el tipo soñador colgando los pies, perfecto bajo la linda luz crepuscular.

Neruda (curiosamente traducido) en la biblioteca de Wellington.

Rob y yo peluseando en nuestra última noche en la isla norte de NZ (o eso yo creía).
Éste es el mapa de mi recorrido. Lo pueden buscar en: 
http://www.straytravel.com/new-zealand-bus-travel/search/3/ .