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martes, 13 de diciembre de 2011

Últimos días en OZ

Y estamos en el post final de mi viaje a Australia, ¡noooo! jajaja. Del viaje mismo, porque luego vienen unos posts sobre la banda sonora que tuve a lo largo de esos meses, que ya están listo y que me quedaron muy buenos, ejalé. Es que a mí me encanta escribir de música.

Además, tal vez retome el blog ¡cuando vuelva a viajar! Aunque vaya a saber una cuándo va a ser eso (mis finanzas aún no me acompañan) (pero eventualmente lo harán).

Bien, y ahí que estaba yo de vuelta a la tierra de los canguros, exiliada ya de Nueva Zelanda, ¡la Nueva Zelanda que me puso problemas al entrar y que luego no quería dejarme ir! Lista para la última tanda australiana antes de volver a Chile, una tanda muy corta (menos de 20 días). Llegué por Brisbane desde las tierras kiwis, pero estaría allí solo de paso... ya que mi destino era Byron Bay, ¡Byron Bay, la playa de los surfistas, al fin! Una preciosura taquilla a la que no había podido ir antes. Por motivos diferentes y largos de explicar, no se había dado.

¡Pero ahora sí! Y estaba fascinada. Había decidido dedicarle a Byron Bay por lo menos DIEZ DÍAS, el mayor tiempo dedicado jamás a un destino que no fuese laboral… en parte para poder realmente descansar y desconectarme antes de mi regreso a Chile, ya muy cerca. Luego de esos días, mi intención era pasar a ver a mi amiga Cake a Brisbane durante el último finde, para luego pasar los días finales en Sydney, lugar desde donde volaría de regreso a Chile. Mi querido Sydney.

Bien, Byron Bay resultó ser todo lo que yo había imaginado y más. Apenas me tomó un par de horas en bus llegar, desde Brisbane, y me recibió como el gran pueblo hippie que es, lleno de vida social, y de supermercados, y de gente agradable. Hay una onda muy artística, con harta música en vivo, y también expediciones a bosques cercanos para aprender cosas como cuáles frutas locales se pueden comer, y hasta cuáles bichos. Otra cosa que me gustó es que el promedio de edad es más alto, mucha gente entre 25 y 35 lo que facilita un poco mis interacciones sociales, aunque pretenda no fijarme en la edad (y a veces sinceramente no lo haga).

Y todo esto, enmarcado en un verdor boscal y hasta floreado. El clima es semitropical y llueve bastante, pero no de forma interminable, y está lleno de pajaros, y de lagartijas casuales, y otros animales simpáticos. Además, hay unas playas muy lindas, y también muy buenas para surfear, y un faro en una roca, blanco y enorme, que además también marca el punto más al este de Australia, y entremedio varios trekkings sumergidos en un bosque que parecen muy lejanos, pero que siguen estando muy cerca de los supermercados y también de la otra gente.

Para ser un pueblo australiano, Byron Bay es bastante grande, pero si lo comparamos con los lugares chilenos, sigue siendo chico, aunque tiene todo lo necesario para el descanso y el carrete… camping, parques, inclusos lugares para ir a hacer skate. Además, está cerca de otros lugares clave, como las playas de la costa este, o como Nimbin, un pueblo enano absolutamente hippie en el interior, donde venden todo tipo de drogas legales (supuestamente ilegales, pero su venta es un secreto a voces).

Ya, estoy escribiendo como si me estuvieran pagando por la publicidad, jaja. La cosa es que llegué a Byron y fue me encantó (¿se nota? jaja). Me instalé, en un comienzo, en el Arts Factory, que es un hostal que está un poco a las afueras de pueblo, pero que compensa que tiene una especie de comunidad hippie, con tal que viene a ser como un pequeño pueblo en sí mismo... lleno de actividades culturales gratis, como tocatas en vivo cada noche, que no solo hacen que sea choro estar allí, sino que también atraen a gente desde afuera. Además, tiene un huerto orgánico, y gente que hace yoga – y lo practica – gratis también. Un lugar muy reconocido y no muy caro, aunque lo compró Nomads, esa gran cadena de hostales taquilla.

Yo me alojé en una pieza con baño y cocina aparte, solo para cuatro mujeres, porque estaba decidida a descansar un poco antes de volverme a Chile y quise evitar las interacciones sociales. Pasé tres días sin atreverme a salir de la pieza, por mi talento para meterle conversación a las personas aunque ni siquiera yo misma tenga muchas ganas de hacerlo (culpa mía), y así solo salí a comprar al súper, o a dar una vuelta por la playa, y si es que.

Aún así, en mi pieza me hice a una amiga, Cassie, una australiana de 21 años, que tenía 1/16 de sangre aborigen australiana, entonces tenía una cantidad de beneficios impresionantes que me enumeró con pedagógica paciencia. Cassie era absolutamente rubia y de ojos verdes, por lo que llegué a la conclusión de que la raza aborigen no tenía genes tan fuertes como habría creído, pese a que ella me dijo que su hermano sí lo parecía, mucho más que ella. La Cassie también me habló del problema aborigen (el cual ha sido un tema recurrente en este blog), y de cómo hace algunos años, los niños de tal origen étnico eran separados de sus padres para ser criados por personas de raza blanca. Eso me pareció bastante animal y me recordó cómo el mundo sigue siendo un lugar tan curioso y polémico, aunque esa costumbre había finalizado ya, se preocupó de aclarar ella.

¿A qué tipo de cultura se le despojan los propios hijos por no estar “a la altura”?, me pregunté. Esto, sin mencionar que sus propios hijos tendrían la misma etnia que sería después discriminada. A no ser que se mezclaran con los de origen europeo, lo que obviamente no sería parte calculada de plan, aunque de cuando en cuando sucediera.

Pero en fin, por otro lado, qué se yo del tema. No manejo los antecedentes suficientes ni exactos. Tal vez educarlos fuera era una buena idea a final de cuentas (aunque el hecho de que al final no funcionara, lo desmiente un poco), o tal vez fue malinterpretado. O tal vez fue una idea horrible. Quién sabe. A la distancia y pese a todo me resisto a tomar posiciones odiosas porque a la larga solo hace que el odio se fomente en el mundo. Solo podemos cambiar el presente, no lo que pasó antes.

La Cassie era originaria de la zona de Sydney, específicamente de las Blue Montains (montañas azules), un parque nacional que queda tan cerca de Sydney, que se puede ir de allí en metro. Vivía en una comunidad hippie, aunque ahora estaba estudiando fuera, con la idea de luego volver a instalarse en la zona. Sus estudios eran para ser masajista, lo que imagino que es una forma de llevarse el espíritu sensible y conectado de la comunidad fuera, dentro de ella misma. El mismo hostal también era una realidad similar. Supongo que al final uno solo se dirige a los lugares atraídos por algo en ellos que también está dentro de uno.

En fin, que con la Cassie igual terminé cambiando mis ideas rígidas de no querer conocer a nadie, porque de tan partner que nos hicimos hasta terminamos yendo juntas al pueblo un día a cotizar aceites para sus masajes, y ella luego practicando en mi feliz espalda (a nadie le falta Dios). Además, me pedía consejos amorosos sobre cómo interactuar con un loco que le gustaba y que tenía mi edad: ella juraba que porque yo tenía 30 las sabía todas (jaja). Pero aún así, la forma en que me vinculé con ella, fue mucho menor de lo que luego me vinculé con Adam.

Adam era (es) un australiano surfista y skater, de 28 años y más de 1.90 de pura buenmozura. Además de eso, es matemático y economista, y está estudiando para ser profesor de media. Lo conocí en una noche en la sala común, cuando yo inocentemente leía el libro más nerd de la historia de la humanidad, tanto así que cuando se acercó para preguntarme el título, lo escondí y le inventé otro (no lo mencionaremos). Él conocía a varios chilenos, de Sydney, de donde en realidad es, y así fue cómo, impulsado quizá por un instinto de hospitalidad, ofreció llevarme en su campervan a Nimbin, el pueblo hippie, durante el día siguiente, de paseo.

Yo dudé en un comienzo, porque tanto tiempo correteando me tenía un poco cansada de la gente, pero por motivos lógicos (guapísimo, me iban a pasear gratis, solo se vive una vez) accedí. Y luego lo pasamos chancho. Como local, no solo me llevó a Nimbin, sino que también a los pueblos circundantes y a algunos otros puntos de interés, como cascadas escondidas, playas lindas y hasta el mall de un pueblo cualquiera, donde vendían la mayor variedad de calcetines del sector (pero porque necesitaba comprar para él). No pasó mucho antes de que la amistad se transformara en un simpático romance, que luego me hizo volver a Chile con el pecho henchido de vitalidad y agradecimiento, por el bonus track de último momento, y también de tan alta categoría.

Es que Adam no solo era – hay que decirlo – una completa belleza, sino que también era increíblemente dulce. Me llevaba al súper y me preguntaba qué quería comer, inventando siempre que él justo quería lo mismo, para luego cocinarlo. Improvisaba canciones para tocarme en la guitarra, me enseñaba - o intentaba - a andar en skate, y a pesar de lo mino que era, como era tímido le costaba mirarme a los ojos… así que hacía esta cosa curiosa como de mirar al cielo, y luego al suelo, y luego a mí por una décima de segundo, solo para empezar el baile de nuevo, sonriendo todo el tiempo con infantil vergüenza... porque sabía exactamente lo que estaba haciendo (o no haciendo). Un lujo de tipo y además de ser mi pinche, mi amigo.

Entremedio, me cambié del hostal Arts Factory al YHA. Es que, pese a toda la actividad, el Arts Factory era demasiado hippie, y sus cocinas las más sucias que había visto nunca (en… mi… vida). Es cierto que yo igual allí tenía una cocina chica dentro de la pieza, pero esa medida preventiva no sirvió, porque lo que tenía de limpia, lo tenían de sucias mis nuevas compañeras, y era todo tan asqueroso que casi pierdo el hambre, lo que en mí es muy preocupante. Además, encontraba que no era buena idea estar en el mismo hostal que Adam. No quería que el romance se apagara tan rápido como había empezado. Era mucho más conveniente que me echara de menos: así luego me invitaba a salir en citas como en la época antigua y cuál de los dos más producido y expectante.

Así que me fui al YHA (hay dos, nunca me aprendí cuál), y me encantó, porque era todo lo que el Arts Factory no era, y eso además ayudó al contraste. Era (es) limpio, preciso, holgado, estaba inserto en la mitad de pueblo, y además tenía unas hamacas que siempre son una alegría para su servidora. Un poco más caro, eso sí, y medio vacío (desierto al lado del otro hostal), y muuucho menos taquilla, hasta con familias con niños… pero con otros beneficios, como el que daban desayuno gratis tres días a la semana, y además había tarde de películas gratis, con popcorn incluido. Y eran producidos para la comida, aparte: el desayuno eran panqueques con mantequilla de maní y/o mermelada, y el popcorn en el cine lo daban en dos tipos: dulce y salado. Nada de cosas a medias y todo siempre calentito y recién hecho. Ñam ñam.

Allí me hice amiga también de James, otro surfista, de 30 años, con la Work and Holiday al igual que yo, que estaba trabajando en el YHA de nochero, y con quien sosteníamos largas conversaciones. Había tenido una polola colombiana, así que estaba feliz de practicar el castellano ahora que ya no estaban juntos, y a mí me gustaba eso que pasa en los viajes de poder preguntarle a alguien casi cualquier cosa, y de poder también contar casi cualquier cosa, sabiendo que el otro no se sentirá amenazado y que posiblemente será sincero… por el hecho de que es casi seguro que las relaciones entabladas serán pasajeras, por mucho que uno quede en contacto por mail y por facebook. Entonces, uno no tiene miedo. Uno puede conocerse más profundamente, en una velocidad inédita para lo que es “la vida real”, lo que si lo pensamos bien es sano también (tener esas barreras).

Fue un intercambio feliz, como la mayoría de los intercambios forjados en el total espíritu de aceptación mutua.

Y de pronto los diez días en Byron Bay ya se habían acabado. Y cuando lo hicieron, me despedí del lugar, y también ya un poco de Australia, con toda la sencillez y dulzura y grandiosidad que el proceso requiere, un poco triste, pero también feliz de haberlo experimentado, y de lo compartido, y también de los pequeños pedazos de gloria inesperada… como fue encontrar, dentro de mi mochila y envuelto en una polera vieja, el aceite para masajes que más le comenté a la Cassie que me había gustado (aunque después me lo quitaron en el aeropuerto), o la poesía improvisada que me mandó Adam un par de días después por mensaje de texto, después de la no-tan-dramática despedida (fue lindo, pero lo teníamos asumido). 

A Brisbane llegué el viernes, y me quedé hasta el lunes en la mañana, donde mi amiga Cake, y su marido, y su guagua, la María, que cuando vi por primera vez en enero era una guagua guagua y ahora ya una niñita, caminando y todo. Brisbane también había cambiado: de la ciudad barrosa que vi en enero, justo después de la inundacion, era una que poseía un río claro, una playa artificial recuperada, y muchos negocios en las calles, casi como antes del desastre (que eso no alcancé a ver).

A esas alturas, yo ya estaba en un estado de cansancio extremo, por lo que solamente compartí la existencia con mis amigos, yendo juntos por el City Cat (barcos tipo micros que se mueven por el río Brisbane), y a la playa artificial, al centro cívico o-como-se-llame… donde paseamos y comimos churros y choclo a mordiscos, muy chilensis, y también vimos juntos películas en las tardes. Además, con la Cake y la María fuimos a Chinatown, el que aún no conocía, y entonces pasamos un buen tiempo revolviendo cosas. Allí fue donde yo debería haber comprado regalos bonitos y baratos para mi familia y amigos, pero había tanta diversidad de oferta que al final me di por vencida y terminé comprando chocolatines en la escala de vuelta en Auckland, Nueva Zelanda, jeje (confieso a Caras).

Mi amiga y su familia se habían cambiado de departamento, y esta vez no me tocó pieza propia (que la otra vez me tocó porque mi amiga y su marido me la dejaron, jeje), sino que compartir con la María… pero la inmensidad del espacio y el dormir con una guagua que huele bien y que hace que uno sea más responsable y se acueste más temprano, siguió siendo de un lujo extraordinario… aunque esta vez me dio un poco de melancolía, al pensar que faltaba menos de una semana para volver a Chile, a mi propia pieza, y que entonces mi vida volvería a cambiar, y vería lujo en otro tipo de situaciones… como en lo que es simplemente sentarse en la sala común de un hostal y conocer a quinientos trillones de personas nuevas en un solo día, y que algunas de ellas nunca vuelvan a ser desconocidos.

Una última cosa que hice en Brisbane y que era muy importante para mí, fue ir al zoológico de Lone Pine y poder tocar a los canguros con mis propias manos. Siempre había querido lograr eso de modo casual, encontrar alguno en el descampado y hacerme un poco su amigui, como les pasó a casi todos mis compañeros de viaje, que hasta les dieron pan o galletas en la mano… pero por algún motivo tanto los canguros como los wallabes (canguros más chicos) me fueron esquivos. Nunca vi a uno silvestre, sino solo la sombra fugaz de alguno que casi nos hace chocar una vez que con la Anne hicimos dedo, o el cuerpo muerto a medio comer de otro, en uno de los sembrados de manzanas… pero ahí en el zoo había muchos, y todos dispuestos a ser tocados por una mano amiga, viviendo allí en parte solo para eso.

Siguiendo un goloso – y predecible – impulso, por supuesto que no solo toqué a los canguros y wallabees, sino que también a los emu y a las ovejas, y a todo animal no agresivo que lo aceptara. Eso sí, no hice lo típico de abrazar al koala y sacarnos la foto juntos. Sí, valía 25 dólares, que no es tan caro, y es una cosa que hay que hacer… pero simplemente no tuve ganas. Me pareció suficiente con mirarlos bien de cerca. Esos koalas sé que duermen un montón - 22 horas al día - y que por el tipo de comida, se la pasan drogados… pero igual siempre tienen cara de nada cuando uno los toma en brazos, según vi las fotos y también en directo. Así que no me pareció que fuésemos a compartir una experiencia mística o algo, por lo cual estábamos bien de lejitos y yo con 25 dólares intactos. Next.

Y así fue cómo dejé Brisbane, llegué a Sydney y partí otra vez a Chile. ¡Oh, y esos últimos días sí que pasaron volando! Trataba de dormir poco, para que pasaran más lento, como aferrándome a las horas, pero no hubo caso… y a la vez… el tiempo era infinito. Volver a Sydney fue como si nunca lo hubiera dejado antes… como me pasó con Cairns, al que también fui muy espaciado, e incluso con Auckland, en menos de un mes… pero casi siempre es así. Es como si hubiera un espacio dentro del corazón humano donde el tiempo no existe… donde son reales todas esas teorías de la física cuántica en que todo ocurre aquí y ahora, y esas horas y semanas y meses y años… son solo una ilusión. Las ciudades y lugares cambian, y uno mismo va cambiando, y también el propio cuerpo, y el cuerpo de los otros, y así van desfilando, en su evidencia, todos esos momentos pasados que sí han dejado cierta marca física… pero hondo, muy hondo y a la vez en todas partes… hay algo que jamás se marchita ni muere.

Y eso es lo que más me gusta a mí de viajar. Mirar. Mirar lo que siempre cambia, desde ese espacio de conciencia en mí que es parte del gran contemplador inmortal, que no cambia jamás… y es que las civilizaciones se elevan y decaen, y lo mismo las personas y animales, como parte del ciclo vital… pero está ese espíritu de fondo que jamás lo hace, y que da gusto volver a descubrir, siempre contoneándose, siempre transformándose… siempre cambiando, en mil y una facetas diferentes que al final son siempre las mismas, y que siempre terminan por regresar a casa.

Al final todos los paisajes que uno ve, no son más que pasajes del alma. Y todas las personas con la que uno interactúa, son parte de una misma… y conociéndolas uno se conoce más a sí mismo y también al revés: conociéndose a sí mismo, uno conoce a los demás, y así es como crecen valores nobles y necesarios, como son la compasión, el silencio, el sano entusiasmo, la pasión, la risa, el respeto e incluso la sorpresa… porque aún cuando uno puede adivinar ya ciertos modos en que funciona el universo, uno nunca sabe cómo y cuándo específicamente sucederá, y eso siempre es interesante de experimentar.

Solamente por eso vale la pena vivir.

Además está, por supuesto, toda la cosa linda y divertida que es, como bien dice el título del blog, corretear. Ir por el mundo experimentando la multiplicidad de diseños y de experiencias… de lo que es recoger tomates en una mañana lluviosa, ver la boda real en el hostal junto a un puñado de fanáticos de la realeza, perseguir a un dingo que ha robado la cartera, tomar una micro junto a unos aborígenes en una mañana de verano, escuchar Ipod junto a un adorable sueco, mientras la lancha en que se anda está a punto de hundirse el mar asiático...

La multiplicidad de lo que es bailar música latina con un grupo de extranjeros inexpertos, pasar miedo con el viejo verde que se pone manilargo cuando nos lleva a dedo, reír con la roomate japonesa que ha aprendido a decir “papa rellena”… reír con el “buenos nachos” de la adorable Elaine que uno alcanzó a conocer y a querer antes de que dejara esta adorable tierra… ver con asombro y sin esperarlo, al volver a la casa luego de un día largo, ese enorme y desnudo y magnífico cielo estrellado, casi amenazando con caer sobre uno... y mucho, pero mucho más… tanto como podemos ver, y hacer, que es bastante, y mucho más de lo que jamás podríamos siquiera llegar a describir. O quizá imaginar.

Yo recomiendo totalmente la experiencia, a todos los que se sientan llamados a vivirla. Para los que dicen que tienen miedo de dejar su casa: todos los lugares son su casa. Para los que tienen miedo de estar solos: nunca están solos. Para los que dicen que tienen miedo de dejar a su familia: todos son su familia. Aunque haya algunos más cercanos que otros, y necesitemos forjar algún nicho.

Pero si no quieren salir a recorrer el mundo, no es necesario que lo hagan, para viajarlo. No físicamente, al menos. Uno puede cruzar espacios siderales dentro de la propia mente. Al final todo empieza dentro de la propia noción de conciencia y además, a veces, en el amigo, la familia, o en el propio trabajo, está la aventura más desafiante que jamás se haya imaginado. No se necesita salir a buscarla, a otro lado.

Solo que a veces es tan, tan lindo, hacerlo...

El volcán chileno causando estragos en continentes lejanos.

Chau, Nueva Zelanda (¡miren qué verde!).

A veces Sudamérica es solo un concepto para las aerolíneas oceánicas.

La Gold Coast desde el aire... kilómetros y kilómetros de playa.


Casi aterrando en Brisbane (Brissie, para los amigos).

Una iglesia comida por la ciudad.

Incendio en el hostal.

Felices saltarines en Byron Bay.

Familia hippie.

Surfistas.

Hippie de leyenda en Nimbin.

Posando con Adam tras un mural psicodélico.

Agudas observaciones en el museo de la marihuana.

"¿Es un centro de reuniones gay?", la pregunto a Adam, "no, solo un jardín infantil", contesta. A veces una ya se pasa el rollo.

Cocinando en la casa rodante frente al mar nocturno.

Vista desde el sendero al faro de Byron.

Faro, y señora con cara de felicidad.

La playa Tallow, al ladito de Byron.

Otros paseantes.

De vuelta en la playa principal, con gaviota incluida.

Y un pie catador de arena (y otro, invisible a la cámara, también en acción).

Con la Cake en la playa artificial de Brisbane.

Y en la plaza, con la Claudia y la María.

Y con Cristóbal, tomando la micro en el atardecer de un día intenso.

Entrada al metro en New Farm.

Koalas en el zoo de Lone Pine.

Y gente gozando donde se le puede hacer cariño a los canguros.

Yo incluida (aunque me tocó un canguro dormilón).

Niñita dando esa comida que venden baratelli para puro atraer a los saltarines.

Un emu de lo más precioso, con ojos naranjos y patas cavernícolas, goteando agua del pico.

Emu y paloma compartiendo recursos.

Un geck o lagartija gigante.

Un abanico de famosos pro abrazando koalas.

¿Quién dice que los canguros no se parecen a los conejos? Y este es como un conejo tímido de monitos, jaja.


Brisbane al atardecer desde el ferry.

Con la Cake y la María paseando por Chinatown.

Cosas curiosas - para nosotros - que se venden.

Muchos pero muchos tipos de té.

El atardecer en Chinatown, que más bien parece el atardecer en el viejo oeste.

Regaloneando con uno de esos demonios que me gustan tanto.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

NZ isla sur (y un poco de norte, otra vez).

Bien, y estábamos en Wellington, en la isla norte de Nueva Zelanda, justo antes de tomar el ferry hacia Picton, en la isla sur… el ferry era gigante, una mole que parecía casi un edificio cuadrado en movimiento (me sorprende que esos barcos no se hundan), y que tenía unas instalaciones bacanes, con unos sillones de cuero todos suavecitos, y muchos bares y restoranes. Casi todo el grupete se fue al piso donde mostraban películas gratis, pero yo me quedé en el de más arriba con un par de amigos más, mirando al horizonte marino y durmiendo en sillones casi desiertos…  al final en realidad eso fue lo que más hice, dormir, jeje. Felicidad.

Al llegar estábamos medios nerviosos porque Scratch, nuestro amigo conductor, no había aparecido durante la mañana de la partida, por lo cual tuvimos que tomar un colectivo al ferry para no perder los tickets ya comprados, y salir solos… La noche anterior nos habíamos ido de farra, y todos nos habíamos devuelto antes que él, y como después no apareció, dedujimos que probablemente se había quedado dormido de puro carreteado... Al principio nos dio rabia, pero cuando ya habíamos resuelto el problema, nos dio pena, porque de verdad que era encantador, y no sabíamos qué hacer, si acusarlo o no, porque igual estábamos llegando a la isla sur en la buena de Dios, sin guía y sin siquiera bus que nos esperara (en teoría), pero si lo acusábamos obvio que lo echaban y no queríamos eso.

Pero apenas nos bajamos del ferry… ¡nos encontramos con él! inmaculado y llevando una sonrisa digna de galán de teleserie, como si no se hubiera casi autodestruido la noche anterior… y apoyado en un nuevo bus Stray mucho más lujoso que el anterior, jaja. Al ver la cara de sorpresa (y de alivio) nos dijo con extrañeza “But I said that I was going to catch a plane”, y era cierto que lo había dicho, en la fiesta, pero obvio que habíamos pensado que era una broma nacida del entusiasmo estival… solo que era verdad. En el carrete se había encontrado con unos amigos que viajaban en avión privado al día siguiente, y que ofrecieron llevarlo... entonces en vez de despertarse antes del amanecer y andar en barco unas 5 horas, se había tomado la mañana y luego en menos de 30 minutos llegado a la isla sureña. Obvio que era la opción. Pero nadie lo había entendido.

¡Oh, qué felicidad! Tener todo resuelto. Así que nos subimos al nuevo bus (es que Stray no sube sus buses al ferry: deja los de la isla norte en la isla norte, y lo de la sur, en la sur), y continuamos el trayecto. Ese primer día pasamos por Nelson, una de las ciudades más importantes de Nueva Zelanda (con 40.000 habitantes, ojo), que era el hogar natal de Scratch. Esa parte del recorrido fue especialmente jocosa cuando éste nos "explicaba" los que eran las cosas, incluyendo comentarios muy mentirosos como “Under this bridge I had my first kiss… last year". Ya en la noche, llegamos a alojar a Marahau, específicamente al parque nacional Abel Tasman, llamado así en honor al mismo explorador neerlandés que dio su nombre a Tasmania, y a su tigre, y a su demonio… un parque nacional verdísimo, mojado, muy similar a los que hay en el sur de Chile, a la altura de la región de los lagos, con cerros llenos de vegetación y ese murmullo constante de naturaleza.

Allí nos quedamos dos noches, porque se suponía que íbamos a hacer un trekking durante todo el día siguiente, pero luego nos llovió tan fuerte, que el trekking solo lo hicimos tres del grupo, y por apenas un rato. Así que más que nada compartimos, en una casa donde estábamos los 15 del grupo absolutamente solos. Jugamos Scrabble (en inglés), algunos vieron películas, y otros simplemente nos instalamos en el balcón a ver la lluvia y a pasar el rato, tomando té… Al final fue uno de mis días favoritos, porque la falta de distracciones permitió que como grupo nos conociéramos mucho más, en ese ambiente tan apartado de todo, que como fuera del espacio y del tiempo.

Luego de ese feliz relajo, y como por contraste, nos tocó quizá el día más traqueteado... unas 8 horas de recorrido en el bus, aunque entremedio paramos en una rareza geológica llamada Pancake Rocks (o “rocas de panqueque”), que es preciosa pero difícil de explicar (ver fotos). Esa noche, agotados, llegamos a alojar en Greymouth, un pueblo en medio de la nada (aunque se cataloga como ciudad), sin nada demasiado interesante que hacer, pero es que el próximo destino importante, el glaciar Franz Joseph, estaba muy lejos, así que había que cortar trayecto. Los compañeros se fueron a un paseo a unas viñas, pero a mí me dio lata (las viñas me aburren un poco), así que me quedé conversando en el hostal con unas estonianas, de 28 y 30 años, que estaban trabajando en el campo de manera ilegal y viviendo allí. Ellas estaban cocinando, y terminaron invitándome, con tal que al final me vi muy beneficiada. Eran muy simpáticas.

Al día siguiente fue casi igual de traqueteado, 7 horas de corrido en el bus, pero ante tanta repetición uno empieza a caer en un estado alterado de la mente, y a pasar a sobrevolar la escena, más que estar realmente vivéndola. Aparte, lo inhóspito y extremo del paisaje, causa cierta sensación de regocijo y de libertad, por estar tan lejos de todo el mundo, y a la vez tan inmerso en el corazón verde de la naturaleza. Es casi como estar en terapia.

Al fin llegamos al pueblo de Franz Joseph, llamado así en honor al glaciar (homónimo), que tiene la gracia de ser uno de los pocos en el mundo que está avanzando en vez de retroceder (el glaciar, no el pueblo). El pueblo es una preciosura, totalmente inmerso en medio de la montaña, y compuesto de apenas unas pocas casas, restoranes y tiendas. Además, el hostal en que nos tocó estar fue uno de los buenos, excelentes instalaciones y además lleno de otros backpackers porque es un parada de culto, con harta vida social. Nos quedamos dos noches allí porque al día siguiente había un trekking de los power.

Yo decidí no hacer aquel trekking de rigor, que consistía en subir el glaciar hasta más o menos arriba, escalando por el hielo. Tomaba absolutamente todo el día, y además era muy caro, más de 200 dólares. En vez fui con la Miriam, una holandesa de 18 años, a hacer el trekking por nosotras mismas, sin subirnos al hielo (es ilegal sin guías), pero entrando de lleno en el parque nacional y llegando hasta a algunas aldeas maorís. La cercanía del hielo hacía al lugar bastante silencioso.

Ese fue otro de mis días favoritos. Además de que nos ahorramos un platal, fue una tarde absolutamente libre, en la que simplemente merodeamos por la zona. Luego de tanto guía y de tanto seguir una agenda, uno empieza a insensibilizarse ante tanto estímulo, y a sentirse irritada de tantas instrucciones… pero al haber ido solas… al haber elegido el modo de recorrer, y al haber podido tomarnos nuestro tiempo al hacerlo… además de sentirnos más libres, en cierto modo hizo que fuera algo mucho más nuestro, un lugar que descubrimos solas y que por eso quedó dentro de nosotras. Por supuesto, también facilitó la buena onda de la tarde que la Miriam era (es) muy agradable y simpática.

Después de dejar Franz Joseph, continuamos hacia al sur, viendo otros lugares de rigor, como el glaciar Fox o el lago Mackenzie. Esa noche alojamos en Makarora, un lugar que sospecho que ni siquiera es un pueblo, sino solo un hostal enclavado allí, con bar y restorán (¡y karaoke!), pero en medio de la nada y bastante chico. Allí alojamos divididos en casas A, lo que me hizo intensamente feliz, puesto que cumplió un sueño que había arrastrado durante toda mi infancia. El paisaje todavía era muy verde, en esas zonas, como la isla norte.

Al día siguiente nos encaminamos a Queenstown, que viene a ser de los destinos más esperados y queridos de Nueva Zelanda, si no el más. Entonces fue cuando el paisaje comenzó a cambiar, no sé si por la altura, o por el extremo sur, o por ambas cosas, pero la naturaleza dejó de ser tan verde, y comenzó a ser amarillenta y pastosa, y a desnudar sus montañas ante la simple vista... viéndose todo mucho más cercano de lo que en verdad está (uno pierde la perspectiva). Pasamos por el lago Wanaka, muy lindo, aunque más que el lago (que admito que encontré medio fome) me gustó el museo al que fuimos allí... un museo de efectos ópticos y otras rarezas, con laberinto de árboles incluido, en el que tuvimos un rato realmente divertido e intercambiamos varios codazos de feliz impresión compartida.

Esa noche al fin llegamos a Queenstown, un pueblo que tiene de todo: está rodeado de lugares interesantes en los cuales pasear, y además tiene mucha pero mucha vida social y también vida nocturna… y todo tipo de locales, y de discoteques, y de tienda, y también ferias con artesanías, y así un montón de cosas simpáticas y urbanas que además de choras son un alivio cuando uno lleva tanto tiempo recorriendo en medio de la nada.

Algunos fueron a jugar mini golf y otros fuimos a probar las hamburguesas del Ferburguer, que lo recomiendo totalmente si alguien va… exquisitas, y baratas, y tan grandes que sirven para guardar y comer en dos o más ocasiones (aunque son tan ricas que en general duran menos). Luego, en la noche salimos a comer pizza, y a bailar, y en un juego yo me gané un ticket que me dejaba ir gratis a siete distintos bares, y tener siete tragos distintos gratis… ticket que si simplemente se compraba, costaba 30 dólares, pero yo se lo regalé a una amiga y al final me quedé con el resto del grupete. Es que era mi última noche con la mayoría de ellos.

Es que, pese a que Queenstown es un destino tan importante que el bus Stray recomienda quedarse mínimo 3 noches allí… el pasaje de avión de vuelta a Australia que había comprado en el aeropuerto, era para apenas dos días más, así que tenía que partir. Justo a la noche siguiente era el Winter Fest, fiesta masiva que celebra el inicio de invierno, aunque no había nevado (cosa complicada considerando que Queenstown tiene un centro de ski), pero que igual tenía al pueblo tapizado de afiches. Una pena.

Así que me fui media triste, porque aparte de perderme la fiesta, el grupete se había convertido en una especie de familia... pero a la vez me fui feliz justamente por lo mismo: por haber tenido la suerte de forjar esa clase de lazos, y de entremedio haber tenido esa experiencia de descampado... tan lejos de todo y de todos (aunque eso continuaría). Así que, a la mañana siguiente, me subí resignada a mi nuevo bus Stray, con nuevo conductor (un rubio medio fomeque llamado Nana) y mis nuevos compañerines, que eran solo tres, mientras un par de ex compañerines me despedían con pañuelos, llorando en broma. Es que obvio que nadie iba a querer dejar Queenstown justo cuando venía la gran fiesta del invierno. Yo no lo habría hecho.

Pero a la vez sí, porque estaba emocionada de continuar adelante. Y ese último día de excursión me llevó al Monte Cook, el monte más alto de Nueva Zelanda, 3.700 metros, un destino que hace rato había esperado y que tenía muchas ganas de ver. Aunque el monte no se ve tan alto, porque la zona entera es montañosa… qué lugar más espectacular para la vista, y qué escarpada que es la punta.

El pueblo del Monte Cook era enano, apenas unas casas desperdigadas, y un hotel gigante igual de bien armado y de tétrico que el de “El resplandor”, casi vacío… pero el escenario era para quedarse sin palabras, y hasta un poco claustrofóbico porque adonde se mirara había una montaña custodiando el horizonte, cayéndose encima de uno. Con mis nuevos compañeros (dos ingleses de 18 años, y una holandesa de 25) partimos a un trekking improvisado, solos, y de algún modo llegamos a una laguna glaciar, en medio de dos montañas. Hacía un frío impresionante, especialmente desde que se puso el sol, y el paisaje era lunar y casi irreal. Sacamos unas fotos increíbles, y a la vuelta nos devolvimos cantando, y las voces resonaban contra los muros de tierra, de hielo y de piedra.

Al día siguiente se acabó mi expedición Stray. El grupo seguía un día más, pero yo debía bajarme en Geraldine (un pueblo) para tomar el bus, para así llegar a Christchurch, y tomar el avión a Melbourne, Australia… pero una vez que llegué al aeropuerto, resulta que todos los vuelos estaban cancelados por la nube volcánica del Puyehue, hasta nuevo aviso.

Irónico, ¿no? Correr tanto para luego no poder irse. El aeropuerto estaba lleno de gente viviendo allí, hasta con espacios habilitados para eso, y en un comienzo decidí esperar. Me hice amiga de unos polacos que llevaban ya tres días instalados allí… pero luego recordé que estábamos a 26 de junio, y que el 16 de julio partía a Chile y que tenía un montón todavía que ver, así que me puse impaciente.

Quise irme a un hostal en Christchurch a conocer la zona mientras el asunto se arreglaba, porque los vuelos habían hasta triplicado los precios, y yo, por estar en la aerolínea más rasca (Jestar) con el pasaje más rasca, estaba en una lista de espera para siempre jamás. Pero Christchurch tenía sus propios problemas… el terremoto que había sufrido hace algunas semanas había vuelto a colapsarlo todo, y sus hostales estaban absolutamente repletos, así que no era una opción (por eso había tanta gente viviendo en el aeropuerto).

Así que al final, luego de pasar poco más de un día esperando (no mucho en comparación con otros), me fui a Auckland, a esperar allí a que amainara la nube volcánica. Jetstar me devolvió lo que había pagado por el otro pasaje, pero los precios estaban tan altos que viajar dentro de Nueva Zelanda me salió casi el triple que lo que me habría costado a Melbourne, Australia. Bueno, es que ese viaje a Melbourne lo había comprado con mucho tiempo (y me había salido extremadamente barato).

Al final no conocí Melbourne. No en esa ida a Australia. Me quedé en Auckland tres días, esperando, y luego partí a Brisbane, en un vuelo barato, y al final no alcancé. Esos tres días en Auckland me alojé en Nomads otra vez, pero en una versión más barata llamada Nomads Fat Camel, en donde me mandaron a un departamento compartido, con living, refri, tele y todas las instalaciones. Allí conocí a chilenos, una rareza en el viaje, y también a unos alemanes, y pasamos unos días agradables juntos, aunque todos estábamos un poco irritados. Los otros chilenos estaban muy asustados, porque se les había vencido su visa hace dos semanas, y es que no habían podido irse, también por la nube volcánica. Más adelante querían volver a Nueva Zelanda y les daba nervios que luego no les dieran la visa por haber “abusado” de ella. Además, estaban medio arruinados… pero logramos bajar la tensión compartiendo las experiencias propias y en especial unos buenos garabatos, que buena falta me hacían. Hay pocas cosas más placenteras que echarse una buena garabateada en el idioma natal. Para mí los idiomas extranjeros no suenan igual, pese a que alguna vez insulté en inglés, y en que hasta insistí en aprender insultos o palabras polémicas en alemán, francés, holandés y hasta japonés (el miembro controversial se llama "chin")... pero nunca tuvo el mismo sabor.

Al terminar esos tres días me fui de Nueva Zelanda, con una sensación feliz, y en el aeropuerto me encontré con varios jugadores de rugby, que estaban llegando con cara de expectación y de felicidad (el mundial estaba casi encima). Yo los miré con la ternura de quien mira a personas que llegan a un lugar que para ellos es nuevo, pero que uno ya ha conocido… aunque posiblemente ellos han viajado mucho más que yo… por ahora.

El mundo es un lugar tan amplio. Hay tantos lugares a los que ir, y tantas cosas que ver, que no sé hasta dónde vale la pena repetir. Pero sí sé que me gustaría volver a Nueva Zelanda alguna vez. 


En el techo del ferry saliendo de Wellington, isla norte, a Picton, isla sur. Un innegable aire a los emigrantes de las pelis antiguas (aunque con elementos modernos).
Una roca en la playa de Nelson (ciudad importante en la que no paramos) (pero importante y todo, solo de  40.000 habitantes).

Palmeras sin cocos (así son allí) (lo que da pie a cierto insulto para cierta gente, jeje).

Caballitos tapados cual los del sur chileno en el parque nacional Abel Tasman, en Marahau.

Uno de los trekking del parque nacional.

Jugando scrabble con los compañerines en la noche lluviosa: Rob (inglés), Adam (inglés) y Emilio (español). Emilio y yo quedamos en tercer y cuarto lugar, pero dimos la batalla, jeje.

La Tahianna y Adam en un break estirador de piernas.

La Tahianna y la Miriam paseando por las rocas Panqueque.

Que son preciosas.

Y entre otras cosas, tienen islotes a lo lejos.

Verde que te quiero verde.

Mas rocas Panqueque (o Pancake Rocks, como le dicen), en Punakaiki (qué lindos son los nombres neozelandeses, ¿Cierto? ¿Y ven que suenan hawaianos?).

El muelle de Greymouth, ciudad en la que paramos... Es la más poblada de toda la isla sur, reune el 42% de la población y tiene... 13.850 habitantes.

Con la Miriam (holandesa), y un incluido Emiliom posando en la playa Hokitika, camino a los primeros glaciares.

La intimidante biblioteca del lugar (intimidante, pero NUNCA falta una biblioteca - más encima gratis - en los poblados neozelandeses - ni australianos).

La Tahianna (brasilera) sacando fotos en la inmensidad en uno de tantos lagos en los que paramos paseando.

La Sarah (inglesa) y Scratch (local) en uno de tantos ríos anónimos.

Atardecer bajo ese puente con parte del resto del grupete.

El glaciar Franz Joseph... una preciosura.

Con la Miriam en un break acuático (el glaciar se ve muy cerca, pero no es realmente así).

Vamos llegando, chuai chuai.

Un bosquecito aparte en los alrededores del pueblo.

El lago Mackenzie.

La Tahiana y la Miriam sacándole fotos al agua transparente del glaciar Fox.

Rob me dice "salta y yo te atrapo".

"¡Prepárate, flaco!"

El glaciar Fox. No se cacha lo grande que es, aunque si miran a las personitas a la izquierda tendrán una mejor noción.

Empezando lo que sería una entusiasta noche de karaoke en Makarora.

Con la Andrea (alemana) peluseando en el museo de rarezas en Wanaka, que tiene hasta un laberinto hecho de planas. Acá estamos en una pieza que tiene una gran inclinación (que se nota por el curso de agua artificial atrás).

Pieza de la ilusión. La gente no es realmente ni gigante ni enana, pero por el modo en que está construida lo parece.

Hasta los baños (o bien, su sala de espera) tienen ilusión óptica.

Un pato echando a otro en el lago Wanaka.

El lago Wanaka per se. La vegetación delata que estamos en alturas.

Camino nuboso.

Bungee casual... pero ojo con que fue creado por los creadores mismos del bungee (neozelandeses) y que fue uno de los primeros. Se inspiraron en algo que hacen en Vanatu, y también los aztecas en sus rituales.
La flautista de Hamelin pero de Queenstown y en versión patos.

Preparación para el ¡festival de invierno! Winter Festival. Igual admito que el anuncio me recuerda a una campaña de chalecos lindos que hubo hace años en Falabella.

Las calles de Queenstown... que se parecen a Pucón y a Bariloche en su estilo austral.

Mis amigos despidiéndome de un modo dulce y tragicómico.

Hotel casi vacío en monte Cook, en el que en cualquier momento se aparecía el loco de "El resplandor".

De trekking a las montañas y glaciares, en una de las últimas tardes neozelandesas.

Con mis nuevos compañeros de bus, dos ingleses y una holandesa, tratando de cachar el camino.

Muchos tipos de musgo en un solo arbolito.

En una laguna/glaciar cercana (cuyo nombre no retuve).

Gente viviendo en el aeropuerto de Christchurch (su servidora incluida).

¡A Australia otra vez!