miércoles, 30 de noviembre de 2011

NZ isla sur (y un poco de norte, otra vez).

Bien, y estábamos en Wellington, en la isla norte de Nueva Zelanda, justo antes de tomar el ferry hacia Picton, en la isla sur… el ferry era gigante, una mole que parecía casi un edificio cuadrado en movimiento (me sorprende que esos barcos no se hundan), y que tenía unas instalaciones bacanes, con unos sillones de cuero todos suavecitos, y muchos bares y restoranes. Casi todo el grupete se fue al piso donde mostraban películas gratis, pero yo me quedé en el de más arriba con un par de amigos más, mirando al horizonte marino y durmiendo en sillones casi desiertos…  al final en realidad eso fue lo que más hice, dormir, jeje. Felicidad.

Al llegar estábamos medios nerviosos porque Scratch, nuestro amigo conductor, no había aparecido durante la mañana de la partida, por lo cual tuvimos que tomar un colectivo al ferry para no perder los tickets ya comprados, y salir solos… La noche anterior nos habíamos ido de farra, y todos nos habíamos devuelto antes que él, y como después no apareció, dedujimos que probablemente se había quedado dormido de puro carreteado... Al principio nos dio rabia, pero cuando ya habíamos resuelto el problema, nos dio pena, porque de verdad que era encantador, y no sabíamos qué hacer, si acusarlo o no, porque igual estábamos llegando a la isla sur en la buena de Dios, sin guía y sin siquiera bus que nos esperara (en teoría), pero si lo acusábamos obvio que lo echaban y no queríamos eso.

Pero apenas nos bajamos del ferry… ¡nos encontramos con él! inmaculado y llevando una sonrisa digna de galán de teleserie, como si no se hubiera casi autodestruido la noche anterior… y apoyado en un nuevo bus Stray mucho más lujoso que el anterior, jaja. Al ver la cara de sorpresa (y de alivio) nos dijo con extrañeza “But I said that I was going to catch a plane”, y era cierto que lo había dicho, en la fiesta, pero obvio que habíamos pensado que era una broma nacida del entusiasmo estival… solo que era verdad. En el carrete se había encontrado con unos amigos que viajaban en avión privado al día siguiente, y que ofrecieron llevarlo... entonces en vez de despertarse antes del amanecer y andar en barco unas 5 horas, se había tomado la mañana y luego en menos de 30 minutos llegado a la isla sureña. Obvio que era la opción. Pero nadie lo había entendido.

¡Oh, qué felicidad! Tener todo resuelto. Así que nos subimos al nuevo bus (es que Stray no sube sus buses al ferry: deja los de la isla norte en la isla norte, y lo de la sur, en la sur), y continuamos el trayecto. Ese primer día pasamos por Nelson, una de las ciudades más importantes de Nueva Zelanda (con 40.000 habitantes, ojo), que era el hogar natal de Scratch. Esa parte del recorrido fue especialmente jocosa cuando éste nos "explicaba" los que eran las cosas, incluyendo comentarios muy mentirosos como “Under this bridge I had my first kiss… last year". Ya en la noche, llegamos a alojar a Marahau, específicamente al parque nacional Abel Tasman, llamado así en honor al mismo explorador neerlandés que dio su nombre a Tasmania, y a su tigre, y a su demonio… un parque nacional verdísimo, mojado, muy similar a los que hay en el sur de Chile, a la altura de la región de los lagos, con cerros llenos de vegetación y ese murmullo constante de naturaleza.

Allí nos quedamos dos noches, porque se suponía que íbamos a hacer un trekking durante todo el día siguiente, pero luego nos llovió tan fuerte, que el trekking solo lo hicimos tres del grupo, y por apenas un rato. Así que más que nada compartimos, en una casa donde estábamos los 15 del grupo absolutamente solos. Jugamos Scrabble (en inglés), algunos vieron películas, y otros simplemente nos instalamos en el balcón a ver la lluvia y a pasar el rato, tomando té… Al final fue uno de mis días favoritos, porque la falta de distracciones permitió que como grupo nos conociéramos mucho más, en ese ambiente tan apartado de todo, que como fuera del espacio y del tiempo.

Luego de ese feliz relajo, y como por contraste, nos tocó quizá el día más traqueteado... unas 8 horas de recorrido en el bus, aunque entremedio paramos en una rareza geológica llamada Pancake Rocks (o “rocas de panqueque”), que es preciosa pero difícil de explicar (ver fotos). Esa noche, agotados, llegamos a alojar en Greymouth, un pueblo en medio de la nada (aunque se cataloga como ciudad), sin nada demasiado interesante que hacer, pero es que el próximo destino importante, el glaciar Franz Joseph, estaba muy lejos, así que había que cortar trayecto. Los compañeros se fueron a un paseo a unas viñas, pero a mí me dio lata (las viñas me aburren un poco), así que me quedé conversando en el hostal con unas estonianas, de 28 y 30 años, que estaban trabajando en el campo de manera ilegal y viviendo allí. Ellas estaban cocinando, y terminaron invitándome, con tal que al final me vi muy beneficiada. Eran muy simpáticas.

Al día siguiente fue casi igual de traqueteado, 7 horas de corrido en el bus, pero ante tanta repetición uno empieza a caer en un estado alterado de la mente, y a pasar a sobrevolar la escena, más que estar realmente vivéndola. Aparte, lo inhóspito y extremo del paisaje, causa cierta sensación de regocijo y de libertad, por estar tan lejos de todo el mundo, y a la vez tan inmerso en el corazón verde de la naturaleza. Es casi como estar en terapia.

Al fin llegamos al pueblo de Franz Joseph, llamado así en honor al glaciar (homónimo), que tiene la gracia de ser uno de los pocos en el mundo que está avanzando en vez de retroceder (el glaciar, no el pueblo). El pueblo es una preciosura, totalmente inmerso en medio de la montaña, y compuesto de apenas unas pocas casas, restoranes y tiendas. Además, el hostal en que nos tocó estar fue uno de los buenos, excelentes instalaciones y además lleno de otros backpackers porque es un parada de culto, con harta vida social. Nos quedamos dos noches allí porque al día siguiente había un trekking de los power.

Yo decidí no hacer aquel trekking de rigor, que consistía en subir el glaciar hasta más o menos arriba, escalando por el hielo. Tomaba absolutamente todo el día, y además era muy caro, más de 200 dólares. En vez fui con la Miriam, una holandesa de 18 años, a hacer el trekking por nosotras mismas, sin subirnos al hielo (es ilegal sin guías), pero entrando de lleno en el parque nacional y llegando hasta a algunas aldeas maorís. La cercanía del hielo hacía al lugar bastante silencioso.

Ese fue otro de mis días favoritos. Además de que nos ahorramos un platal, fue una tarde absolutamente libre, en la que simplemente merodeamos por la zona. Luego de tanto guía y de tanto seguir una agenda, uno empieza a insensibilizarse ante tanto estímulo, y a sentirse irritada de tantas instrucciones… pero al haber ido solas… al haber elegido el modo de recorrer, y al haber podido tomarnos nuestro tiempo al hacerlo… además de sentirnos más libres, en cierto modo hizo que fuera algo mucho más nuestro, un lugar que descubrimos solas y que por eso quedó dentro de nosotras. Por supuesto, también facilitó la buena onda de la tarde que la Miriam era (es) muy agradable y simpática.

Después de dejar Franz Joseph, continuamos hacia al sur, viendo otros lugares de rigor, como el glaciar Fox o el lago Mackenzie. Esa noche alojamos en Makarora, un lugar que sospecho que ni siquiera es un pueblo, sino solo un hostal enclavado allí, con bar y restorán (¡y karaoke!), pero en medio de la nada y bastante chico. Allí alojamos divididos en casas A, lo que me hizo intensamente feliz, puesto que cumplió un sueño que había arrastrado durante toda mi infancia. El paisaje todavía era muy verde, en esas zonas, como la isla norte.

Al día siguiente nos encaminamos a Queenstown, que viene a ser de los destinos más esperados y queridos de Nueva Zelanda, si no el más. Entonces fue cuando el paisaje comenzó a cambiar, no sé si por la altura, o por el extremo sur, o por ambas cosas, pero la naturaleza dejó de ser tan verde, y comenzó a ser amarillenta y pastosa, y a desnudar sus montañas ante la simple vista... viéndose todo mucho más cercano de lo que en verdad está (uno pierde la perspectiva). Pasamos por el lago Wanaka, muy lindo, aunque más que el lago (que admito que encontré medio fome) me gustó el museo al que fuimos allí... un museo de efectos ópticos y otras rarezas, con laberinto de árboles incluido, en el que tuvimos un rato realmente divertido e intercambiamos varios codazos de feliz impresión compartida.

Esa noche al fin llegamos a Queenstown, un pueblo que tiene de todo: está rodeado de lugares interesantes en los cuales pasear, y además tiene mucha pero mucha vida social y también vida nocturna… y todo tipo de locales, y de discoteques, y de tienda, y también ferias con artesanías, y así un montón de cosas simpáticas y urbanas que además de choras son un alivio cuando uno lleva tanto tiempo recorriendo en medio de la nada.

Algunos fueron a jugar mini golf y otros fuimos a probar las hamburguesas del Ferburguer, que lo recomiendo totalmente si alguien va… exquisitas, y baratas, y tan grandes que sirven para guardar y comer en dos o más ocasiones (aunque son tan ricas que en general duran menos). Luego, en la noche salimos a comer pizza, y a bailar, y en un juego yo me gané un ticket que me dejaba ir gratis a siete distintos bares, y tener siete tragos distintos gratis… ticket que si simplemente se compraba, costaba 30 dólares, pero yo se lo regalé a una amiga y al final me quedé con el resto del grupete. Es que era mi última noche con la mayoría de ellos.

Es que, pese a que Queenstown es un destino tan importante que el bus Stray recomienda quedarse mínimo 3 noches allí… el pasaje de avión de vuelta a Australia que había comprado en el aeropuerto, era para apenas dos días más, así que tenía que partir. Justo a la noche siguiente era el Winter Fest, fiesta masiva que celebra el inicio de invierno, aunque no había nevado (cosa complicada considerando que Queenstown tiene un centro de ski), pero que igual tenía al pueblo tapizado de afiches. Una pena.

Así que me fui media triste, porque aparte de perderme la fiesta, el grupete se había convertido en una especie de familia... pero a la vez me fui feliz justamente por lo mismo: por haber tenido la suerte de forjar esa clase de lazos, y de entremedio haber tenido esa experiencia de descampado... tan lejos de todo y de todos (aunque eso continuaría). Así que, a la mañana siguiente, me subí resignada a mi nuevo bus Stray, con nuevo conductor (un rubio medio fomeque llamado Nana) y mis nuevos compañerines, que eran solo tres, mientras un par de ex compañerines me despedían con pañuelos, llorando en broma. Es que obvio que nadie iba a querer dejar Queenstown justo cuando venía la gran fiesta del invierno. Yo no lo habría hecho.

Pero a la vez sí, porque estaba emocionada de continuar adelante. Y ese último día de excursión me llevó al Monte Cook, el monte más alto de Nueva Zelanda, 3.700 metros, un destino que hace rato había esperado y que tenía muchas ganas de ver. Aunque el monte no se ve tan alto, porque la zona entera es montañosa… qué lugar más espectacular para la vista, y qué escarpada que es la punta.

El pueblo del Monte Cook era enano, apenas unas casas desperdigadas, y un hotel gigante igual de bien armado y de tétrico que el de “El resplandor”, casi vacío… pero el escenario era para quedarse sin palabras, y hasta un poco claustrofóbico porque adonde se mirara había una montaña custodiando el horizonte, cayéndose encima de uno. Con mis nuevos compañeros (dos ingleses de 18 años, y una holandesa de 25) partimos a un trekking improvisado, solos, y de algún modo llegamos a una laguna glaciar, en medio de dos montañas. Hacía un frío impresionante, especialmente desde que se puso el sol, y el paisaje era lunar y casi irreal. Sacamos unas fotos increíbles, y a la vuelta nos devolvimos cantando, y las voces resonaban contra los muros de tierra, de hielo y de piedra.

Al día siguiente se acabó mi expedición Stray. El grupo seguía un día más, pero yo debía bajarme en Geraldine (un pueblo) para tomar el bus, para así llegar a Christchurch, y tomar el avión a Melbourne, Australia… pero una vez que llegué al aeropuerto, resulta que todos los vuelos estaban cancelados por la nube volcánica del Puyehue, hasta nuevo aviso.

Irónico, ¿no? Correr tanto para luego no poder irse. El aeropuerto estaba lleno de gente viviendo allí, hasta con espacios habilitados para eso, y en un comienzo decidí esperar. Me hice amiga de unos polacos que llevaban ya tres días instalados allí… pero luego recordé que estábamos a 26 de junio, y que el 16 de julio partía a Chile y que tenía un montón todavía que ver, así que me puse impaciente.

Quise irme a un hostal en Christchurch a conocer la zona mientras el asunto se arreglaba, porque los vuelos habían hasta triplicado los precios, y yo, por estar en la aerolínea más rasca (Jestar) con el pasaje más rasca, estaba en una lista de espera para siempre jamás. Pero Christchurch tenía sus propios problemas… el terremoto que había sufrido hace algunas semanas había vuelto a colapsarlo todo, y sus hostales estaban absolutamente repletos, así que no era una opción (por eso había tanta gente viviendo en el aeropuerto).

Así que al final, luego de pasar poco más de un día esperando (no mucho en comparación con otros), me fui a Auckland, a esperar allí a que amainara la nube volcánica. Jetstar me devolvió lo que había pagado por el otro pasaje, pero los precios estaban tan altos que viajar dentro de Nueva Zelanda me salió casi el triple que lo que me habría costado a Melbourne, Australia. Bueno, es que ese viaje a Melbourne lo había comprado con mucho tiempo (y me había salido extremadamente barato).

Al final no conocí Melbourne. No en esa ida a Australia. Me quedé en Auckland tres días, esperando, y luego partí a Brisbane, en un vuelo barato, y al final no alcancé. Esos tres días en Auckland me alojé en Nomads otra vez, pero en una versión más barata llamada Nomads Fat Camel, en donde me mandaron a un departamento compartido, con living, refri, tele y todas las instalaciones. Allí conocí a chilenos, una rareza en el viaje, y también a unos alemanes, y pasamos unos días agradables juntos, aunque todos estábamos un poco irritados. Los otros chilenos estaban muy asustados, porque se les había vencido su visa hace dos semanas, y es que no habían podido irse, también por la nube volcánica. Más adelante querían volver a Nueva Zelanda y les daba nervios que luego no les dieran la visa por haber “abusado” de ella. Además, estaban medio arruinados… pero logramos bajar la tensión compartiendo las experiencias propias y en especial unos buenos garabatos, que buena falta me hacían. Hay pocas cosas más placenteras que echarse una buena garabateada en el idioma natal. Para mí los idiomas extranjeros no suenan igual, pese a que alguna vez insulté en inglés, y en que hasta insistí en aprender insultos o palabras polémicas en alemán, francés, holandés y hasta japonés (el miembro controversial se llama "chin")... pero nunca tuvo el mismo sabor.

Al terminar esos tres días me fui de Nueva Zelanda, con una sensación feliz, y en el aeropuerto me encontré con varios jugadores de rugby, que estaban llegando con cara de expectación y de felicidad (el mundial estaba casi encima). Yo los miré con la ternura de quien mira a personas que llegan a un lugar que para ellos es nuevo, pero que uno ya ha conocido… aunque posiblemente ellos han viajado mucho más que yo… por ahora.

El mundo es un lugar tan amplio. Hay tantos lugares a los que ir, y tantas cosas que ver, que no sé hasta dónde vale la pena repetir. Pero sí sé que me gustaría volver a Nueva Zelanda alguna vez. 


En el techo del ferry saliendo de Wellington, isla norte, a Picton, isla sur. Un innegable aire a los emigrantes de las pelis antiguas (aunque con elementos modernos).
Una roca en la playa de Nelson (ciudad importante en la que no paramos) (pero importante y todo, solo de  40.000 habitantes).

Palmeras sin cocos (así son allí) (lo que da pie a cierto insulto para cierta gente, jeje).

Caballitos tapados cual los del sur chileno en el parque nacional Abel Tasman, en Marahau.

Uno de los trekking del parque nacional.

Jugando scrabble con los compañerines en la noche lluviosa: Rob (inglés), Adam (inglés) y Emilio (español). Emilio y yo quedamos en tercer y cuarto lugar, pero dimos la batalla, jeje.

La Tahianna y Adam en un break estirador de piernas.

La Tahianna y la Miriam paseando por las rocas Panqueque.

Que son preciosas.

Y entre otras cosas, tienen islotes a lo lejos.

Verde que te quiero verde.

Mas rocas Panqueque (o Pancake Rocks, como le dicen), en Punakaiki (qué lindos son los nombres neozelandeses, ¿Cierto? ¿Y ven que suenan hawaianos?).

El muelle de Greymouth, ciudad en la que paramos... Es la más poblada de toda la isla sur, reune el 42% de la población y tiene... 13.850 habitantes.

Con la Miriam (holandesa), y un incluido Emiliom posando en la playa Hokitika, camino a los primeros glaciares.

La intimidante biblioteca del lugar (intimidante, pero NUNCA falta una biblioteca - más encima gratis - en los poblados neozelandeses - ni australianos).

La Tahianna (brasilera) sacando fotos en la inmensidad en uno de tantos lagos en los que paramos paseando.

La Sarah (inglesa) y Scratch (local) en uno de tantos ríos anónimos.

Atardecer bajo ese puente con parte del resto del grupete.

El glaciar Franz Joseph... una preciosura.

Con la Miriam en un break acuático (el glaciar se ve muy cerca, pero no es realmente así).

Vamos llegando, chuai chuai.

Un bosquecito aparte en los alrededores del pueblo.

El lago Mackenzie.

La Tahiana y la Miriam sacándole fotos al agua transparente del glaciar Fox.

Rob me dice "salta y yo te atrapo".

"¡Prepárate, flaco!"

El glaciar Fox. No se cacha lo grande que es, aunque si miran a las personitas a la izquierda tendrán una mejor noción.

Empezando lo que sería una entusiasta noche de karaoke en Makarora.

Con la Andrea (alemana) peluseando en el museo de rarezas en Wanaka, que tiene hasta un laberinto hecho de planas. Acá estamos en una pieza que tiene una gran inclinación (que se nota por el curso de agua artificial atrás).

Pieza de la ilusión. La gente no es realmente ni gigante ni enana, pero por el modo en que está construida lo parece.

Hasta los baños (o bien, su sala de espera) tienen ilusión óptica.

Un pato echando a otro en el lago Wanaka.

El lago Wanaka per se. La vegetación delata que estamos en alturas.

Camino nuboso.

Bungee casual... pero ojo con que fue creado por los creadores mismos del bungee (neozelandeses) y que fue uno de los primeros. Se inspiraron en algo que hacen en Vanatu, y también los aztecas en sus rituales.
La flautista de Hamelin pero de Queenstown y en versión patos.

Preparación para el ¡festival de invierno! Winter Festival. Igual admito que el anuncio me recuerda a una campaña de chalecos lindos que hubo hace años en Falabella.

Las calles de Queenstown... que se parecen a Pucón y a Bariloche en su estilo austral.

Mis amigos despidiéndome de un modo dulce y tragicómico.

Hotel casi vacío en monte Cook, en el que en cualquier momento se aparecía el loco de "El resplandor".

De trekking a las montañas y glaciares, en una de las últimas tardes neozelandesas.

Con mis nuevos compañeros de bus, dos ingleses y una holandesa, tratando de cachar el camino.

Muchos tipos de musgo en un solo arbolito.

En una laguna/glaciar cercana (cuyo nombre no retuve).

Gente viviendo en el aeropuerto de Christchurch (su servidora incluida).

¡A Australia otra vez!

4 comentarios:

Anónimo dijo...

qué lindas fotos!!!!

Anónimo dijo...

¡¡Que lindos los glaciares!! De la que te salvaste al no subirlos hasta arriba...... es muuuy peludo.

Fer dijo...

Hey! te quedaste en el nomads! hahah demás que nos cruzamos por ahí entonces, porque para esa fecha ya había empezado a trabajar ahí hahah

galgata dijo...

Uaaaa qué divertido, Fer!! de más que hasta nos tocó conversar jaja. Qué chico es el mundo :D