Y estamos en el post final de mi
viaje a Australia, ¡noooo! jajaja. Del viaje mismo, porque luego vienen unos posts sobre la banda sonora que tuve a lo largo de esos meses, que ya están listo y que me quedaron muy buenos, ejalé. Es que a mí me encanta escribir de música.
Además, tal vez retome el blog ¡cuando vuelva a viajar! Aunque vaya a saber una cuándo va a ser eso (mis finanzas aún no me acompañan) (pero eventualmente lo harán).
Bien, y ahí que estaba yo de
vuelta a la tierra de los canguros, exiliada ya de Nueva Zelanda, ¡la Nueva Zelanda que me puso
problemas al entrar y que luego no quería dejarme ir! Lista para la última tanda australiana antes de volver a Chile, una tanda muy corta (menos de 20 días). Llegué por Brisbane desde las tierras kiwis, pero estaría allí solo de paso... ya que mi destino era Byron Bay, ¡Byron Bay, la playa de los
surfistas, al fin! Una preciosura taquilla a la que no había podido ir antes. Por motivos diferentes y
largos de explicar, no se había dado.
¡Pero ahora sí! Y estaba
fascinada. Había decidido dedicarle a Byron Bay por lo menos DIEZ DÍAS, el
mayor tiempo dedicado jamás a un destino que no fuese laboral… en parte para
poder realmente descansar y desconectarme antes de mi regreso a Chile, ya muy
cerca. Luego de esos días, mi intención era pasar a ver a mi amiga Cake a Brisbane
durante el último finde, para luego pasar los días finales en Sydney, lugar desde
donde volaría de regreso a Chile. Mi querido Sydney.
Bien, Byron Bay resultó ser todo lo que
yo había imaginado y más. Apenas me tomó un par de horas en bus llegar, desde Brisbane,
y me recibió como el gran pueblo hippie que es, lleno de vida social, y de supermercados,
y de gente agradable. Hay una onda muy artística, con harta música en vivo, y también expediciones a bosques cercanos para aprender cosas como cuáles frutas locales
se pueden comer, y hasta cuáles bichos. Otra cosa que me gustó es que el
promedio de edad es más alto, mucha gente entre 25 y 35 lo que facilita un poco
mis interacciones sociales, aunque pretenda no fijarme en la edad (y a veces
sinceramente no lo haga).
Y todo esto, enmarcado en
un verdor boscal y hasta floreado. El clima es semitropical y llueve bastante,
pero no de forma interminable, y está lleno de pajaros, y de lagartijas
casuales, y otros animales simpáticos. Además, hay unas playas muy lindas, y también
muy buenas para surfear, y un faro en una roca, blanco y enorme, que además también
marca el punto más al este de Australia, y entremedio varios trekkings sumergidos en un
bosque que parecen muy lejanos, pero que siguen estando muy cerca de los
supermercados y también de la otra gente.
Para ser un pueblo australiano,
Byron Bay es bastante grande, pero si lo comparamos con los lugares chilenos,
sigue siendo chico, aunque tiene todo lo necesario para el descanso y el
carrete… camping, parques, inclusos lugares para ir a hacer skate. Además, está
cerca de otros lugares clave, como las playas de la costa este, o como Nimbin,
un pueblo enano absolutamente hippie en el interior, donde venden todo tipo de
drogas legales (supuestamente ilegales, pero su venta es un secreto a voces).
Ya, estoy escribiendo como si me
estuvieran pagando por la publicidad, jaja. La cosa es que llegué a Byron y fue
me encantó (¿se nota? jaja). Me instalé, en un comienzo, en el Arts Factory,
que es un hostal que está un poco a las afueras de pueblo, pero que compensa
que tiene una especie de comunidad hippie, con tal que viene a ser como un
pequeño pueblo en sí mismo... lleno de actividades culturales gratis, como tocatas en vivo
cada noche, que no solo hacen que sea choro estar allí, sino que también
atraen a gente desde afuera. Además, tiene un huerto orgánico, y gente que hace
yoga – y lo practica – gratis también. Un lugar
muy reconocido y no muy caro, aunque lo compró
Nomads, esa gran cadena de hostales taquilla.
Yo me alojé en una pieza con baño
y cocina aparte, solo para cuatro mujeres, porque estaba decidida a descansar
un poco antes de volverme a Chile y quise evitar las interacciones sociales.
Pasé tres días sin atreverme a salir de la pieza, por mi talento para meterle
conversación a las personas aunque ni siquiera yo misma tenga muchas ganas de hacerlo (culpa mía), y así solo salí a comprar al súper, o a dar una vuelta por la
playa, y si es que.
Aún así, en mi pieza me hice a
una amiga, Cassie, una australiana de 21 años, que tenía 1/16 de sangre
aborigen australiana, entonces tenía una cantidad de beneficios impresionantes que me enumeró con pedagógica paciencia.
Cassie era absolutamente rubia y de ojos verdes, por lo que llegué a la
conclusión de que la raza aborigen no tenía genes tan fuertes como habría
creído, pese a que ella me dijo que su hermano sí lo parecía, mucho más que ella. La
Cassie también me habló del problema aborigen (el cual ha sido un tema
recurrente en este blog), y de cómo hace algunos años, los niños de tal origen
étnico eran separados de sus padres para ser criados por personas de raza
blanca. Eso me pareció bastante animal y me recordó cómo el mundo sigue siendo
un lugar tan curioso y polémico, aunque esa costumbre había finalizado ya, se preocupó de
aclarar ella.
¿A qué tipo de cultura se le
despojan los propios hijos por no estar “a la altura”?, me pregunté. Esto, sin mencionar que sus propios hijos tendrían la misma etnia que sería después discriminada. A no
ser que se mezclaran con los de origen europeo, lo que obviamente no sería
parte calculada de plan, aunque de cuando en cuando sucediera.
Pero en fin, por otro lado, qué
se yo del tema. No manejo los antecedentes suficientes ni exactos. Tal vez educarlos
fuera era una buena idea a final de cuentas (aunque el hecho de que al final no
funcionara, lo desmiente un poco), o tal vez fue malinterpretado. O tal vez fue
una idea horrible. Quién sabe. A la distancia y pese a todo me resisto a tomar
posiciones odiosas porque a la larga solo hace que el odio se fomente en el
mundo. Solo podemos cambiar el presente, no lo que pasó antes.
La Cassie era originaria de la
zona de Sydney, específicamente de las Blue Montains (montañas azules), un
parque nacional que queda tan cerca de Sydney, que se puede ir de allí en metro. Vivía
en una comunidad hippie, aunque ahora estaba estudiando fuera, con la idea de
luego volver a instalarse en la zona. Sus estudios eran para ser masajista, lo que imagino que es
una forma de llevarse el espíritu sensible y conectado de la comunidad fuera, dentro de ella misma.
El mismo hostal también era una realidad similar. Supongo que al final uno solo
se dirige a los lugares atraídos por algo en ellos que también está dentro de
uno.
En fin, que con la Cassie igual
terminé cambiando mis ideas rígidas de no querer conocer a nadie, porque de tan partner que nos hicimos hasta terminamos
yendo juntas al pueblo un día a cotizar aceites para sus masajes, y ella luego practicando en mi feliz espalda (a nadie le falta Dios). Además, me
pedía consejos amorosos sobre cómo interactuar con un loco que le gustaba y que
tenía mi edad: ella juraba que porque yo tenía 30 las sabía todas (jaja). Pero aún así, la forma en que me vinculé con ella, fue mucho menor de lo
que luego me vinculé con Adam.
Adam era (es) un australiano
surfista y skater, de 28 años y más de 1.90 de pura buenmozura. Además de eso,
es matemático y economista, y está estudiando para ser profesor de media. Lo
conocí en una noche en la sala común, cuando yo inocentemente leía el libro más
nerd de la historia de la humanidad, tanto así que cuando se acercó para preguntarme
el título, lo escondí y le inventé otro (no lo mencionaremos). Él conocía a varios chilenos, de
Sydney, de donde en realidad es, y así fue cómo, impulsado quizá por un instinto
de hospitalidad, ofreció llevarme en su campervan a Nimbin, el pueblo hippie, durante
el día siguiente, de paseo.
Yo dudé en un comienzo, porque
tanto tiempo correteando me tenía un poco cansada de la gente, pero por motivos
lógicos (guapísimo, me iban a pasear gratis, solo se vive una vez) accedí. Y luego
lo pasamos chancho. Como local, no solo me llevó a Nimbin, sino que también a
los pueblos circundantes y a algunos otros puntos de interés, como cascadas
escondidas, playas lindas y hasta el mall de un pueblo cualquiera, donde vendían la
mayor variedad de calcetines del sector (pero porque necesitaba comprar para él). No pasó
mucho antes de que la amistad se transformara en un simpático romance, que
luego me hizo volver a Chile con el pecho henchido de vitalidad y
agradecimiento, por el bonus track de último momento, y también de tan alta categoría.
Es que Adam no solo era – hay que
decirlo – una completa belleza, sino que también era increíblemente dulce. Me llevaba
al súper y me preguntaba qué quería comer, inventando siempre que él justo quería
lo mismo, para luego cocinarlo. Improvisaba canciones para tocarme en la
guitarra, me enseñaba - o intentaba - a andar en skate, y a pesar de lo mino que era, como era tímido le costaba mirarme a los ojos… así
que hacía esta cosa curiosa como de mirar al cielo, y luego al suelo, y luego a
mí por una décima de segundo, solo para empezar el baile de nuevo, sonriendo todo el tiempo con infantil vergüenza... porque sabía exactamente lo que estaba haciendo (o no
haciendo). Un lujo de tipo y además de ser mi pinche, mi amigo.
Entremedio, me cambié del hostal
Arts Factory al YHA. Es que, pese a toda la actividad, el Arts Factory era
demasiado hippie, y sus cocinas las más sucias que había visto nunca (en… mi…
vida). Es cierto que yo igual allí tenía una cocina chica dentro de la pieza, pero esa medida preventiva no sirvió, porque lo que tenía de limpia, lo tenían de sucias mis nuevas compañeras, y era todo
tan asqueroso que casi pierdo el hambre, lo que en mí es muy preocupante. Además, encontraba que no era buena
idea estar en el mismo hostal que Adam. No quería que el romance se apagara
tan rápido como había empezado. Era mucho más conveniente que me echara de
menos: así luego me invitaba a salir en citas como en la época antigua y cuál de los dos más producido y expectante.
Así que me fui al YHA (hay dos,
nunca me aprendí cuál), y me encantó, porque era todo lo que el Arts Factory no
era, y eso además ayudó al contraste. Era (es) limpio, preciso, holgado, estaba
inserto en la mitad de pueblo, y además tenía unas hamacas que siempre son una
alegría para su servidora. Un poco más caro, eso sí, y medio vacío (desierto al lado del otro
hostal), y muuucho menos taquilla, hasta con familias con niños… pero con otros beneficios, como el que daban desayuno gratis tres días a la semana, y además había
tarde de películas gratis, con popcorn incluido. Y eran producidos para la
comida, aparte: el desayuno eran panqueques con mantequilla de maní y/o
mermelada, y el popcorn en el cine lo daban en dos tipos: dulce y salado. Nada de
cosas a medias y todo siempre calentito y recién hecho. Ñam ñam.
Allí me hice amiga también de
James, otro surfista, de 30 años, con la Work and Holiday al igual que yo, que
estaba trabajando en el YHA de nochero, y con quien sosteníamos largas
conversaciones. Había tenido una polola colombiana, así que estaba feliz de
practicar el castellano ahora que ya no estaban juntos, y a mí me gustaba eso
que pasa en los viajes de poder preguntarle a alguien casi cualquier cosa, y de
poder también contar casi cualquier cosa, sabiendo que el otro no se sentirá
amenazado y que posiblemente será sincero… por el hecho de que es casi seguro
que las relaciones entabladas serán pasajeras, por mucho que uno quede en
contacto por mail y por facebook. Entonces, uno no tiene miedo. Uno puede
conocerse más profundamente, en una velocidad inédita para lo que es “la vida
real”, lo que si lo pensamos bien es sano también (tener esas barreras).
Fue un intercambio feliz, como la
mayoría de los intercambios forjados en el total espíritu de aceptación mutua.
Y de pronto los diez días en
Byron Bay ya se habían acabado. Y cuando lo hicieron, me despedí del lugar, y
también ya un poco de Australia, con toda la sencillez y dulzura y grandiosidad
que el proceso requiere, un poco triste, pero también feliz de haberlo experimentado,
y de lo compartido, y también de los pequeños pedazos de gloria inesperada… como fue encontrar, dentro de mi mochila y envuelto en una polera
vieja, el aceite para masajes que más le comenté a la Cassie que me había
gustado (aunque después me lo quitaron en el aeropuerto), o la poesía improvisada que me mandó Adam un par de días después por mensaje de texto, después de la no-tan-dramática despedida (fue lindo, pero lo teníamos asumido).
A Brisbane llegué el viernes, y
me quedé hasta el lunes en la mañana, donde mi amiga Cake, y su marido, y su
guagua, la María, que cuando vi por primera vez en enero era una guagua guagua
y ahora ya una niñita, caminando y todo. Brisbane también había cambiado: de la ciudad barrosa que vi en enero, justo después de la inundacion, era una que poseía un río claro, una playa artificial recuperada, y muchos negocios en las calles, casi como antes del desastre (que eso no alcancé a ver).
A esas alturas, yo ya estaba en un
estado de cansancio extremo, por lo que solamente compartí la existencia con mis amigos, yendo juntos por el City Cat (barcos tipo micros que se mueven por el río Brisbane), y a
la playa artificial, al centro cívico o-como-se-llame… donde paseamos y comimos
churros y choclo a mordiscos, muy chilensis, y también vimos juntos películas en las
tardes. Además, con la Cake y la María fuimos a Chinatown, el que aún no
conocía, y entonces pasamos un buen tiempo revolviendo cosas. Allí fue donde yo
debería haber comprado regalos bonitos y baratos para mi familia y amigos, pero
había tanta diversidad de oferta que al final me di por vencida y terminé
comprando chocolatines en la escala de vuelta en Auckland, Nueva Zelanda, jeje (confieso a Caras).
Mi amiga y su familia se habían
cambiado de departamento, y esta vez no me tocó pieza propia (que la otra vez
me tocó porque mi amiga y su marido me la dejaron, jeje), sino que compartir
con la María… pero la inmensidad del espacio y el dormir con una guagua que
huele bien y que hace que uno sea más responsable y se acueste más temprano,
siguió siendo de un lujo extraordinario… aunque esta vez me dio un poco de melancolía,
al pensar que faltaba menos de una semana para volver a Chile, a mi propia pieza,
y que entonces mi vida volvería a cambiar, y vería lujo en otro tipo de
situaciones… como en lo que es simplemente sentarse en la sala común de un
hostal y conocer a quinientos trillones de personas nuevas en un solo día, y
que algunas de ellas nunca vuelvan a ser desconocidos.
Una última cosa que hice en
Brisbane y que era muy importante para mí, fue ir al zoológico de Lone Pine y
poder tocar a los canguros con mis propias manos. Siempre había querido lograr
eso de modo casual, encontrar alguno en el descampado y hacerme un poco su
amigui, como les pasó a casi todos mis compañeros de viaje, que hasta les dieron pan o
galletas en la mano… pero por algún motivo tanto los canguros como los wallabes
(canguros más chicos) me fueron esquivos. Nunca vi a uno silvestre, sino solo
la sombra fugaz de alguno que casi nos hace chocar una vez que con la Anne hicimos
dedo, o el cuerpo muerto a medio comer de otro, en uno de los sembrados de manzanas… pero ahí en el zoo había muchos, y todos dispuestos a ser tocados por una mano amiga, viviendo
allí en parte solo para eso.
Siguiendo un goloso – y predecible
– impulso, por supuesto que no solo toqué a los canguros y wallabees, sino que también a los emu
y a las ovejas, y a todo animal no agresivo que lo aceptara. Eso sí, no hice lo
típico de abrazar al koala y sacarnos la foto juntos. Sí, valía 25 dólares, que
no es tan caro, y es una cosa que hay que hacer… pero simplemente no
tuve ganas. Me pareció suficiente con mirarlos bien de cerca. Esos koalas sé
que duermen un montón - 22 horas al día - y que por el tipo de comida, se la pasan drogados… pero igual
siempre tienen cara de nada cuando uno los toma en brazos, según vi las fotos y
también en directo. Así que no me pareció que fuésemos a compartir una
experiencia mística o algo, por lo cual estábamos bien de lejitos y yo con 25 dólares intactos. Next.
Y así fue cómo dejé Brisbane,
llegué a Sydney y partí otra vez a Chile. ¡Oh, y esos últimos días sí que pasaron
volando! Trataba de dormir poco, para que pasaran más lento, como aferrándome a
las horas, pero no hubo caso… y a la vez… el tiempo era infinito. Volver a
Sydney fue como si nunca lo hubiera dejado antes… como me pasó con Cairns, al
que también fui muy espaciado, e incluso con Auckland, en menos de un mes… pero
casi siempre es así. Es como si hubiera un espacio dentro del corazón humano
donde el tiempo no existe… donde son reales todas esas teorías de la física
cuántica en que todo ocurre aquí y ahora, y esas horas y semanas y meses y años…
son solo una ilusión. Las ciudades y lugares cambian, y uno mismo va cambiando,
y también el propio cuerpo, y el cuerpo de los otros, y así van desfilando, en
su evidencia, todos esos momentos pasados que sí han dejado cierta marca física…
pero hondo, muy hondo y a la vez en todas partes… hay algo que jamás se
marchita ni muere.
Y eso es lo que más me gusta a mí
de viajar. Mirar. Mirar lo que siempre cambia, desde ese espacio de conciencia en
mí que es parte del gran contemplador inmortal, que no cambia jamás… y es que
las civilizaciones se elevan y decaen, y lo mismo las personas y animales, como
parte del ciclo vital… pero está ese espíritu de fondo que jamás lo hace, y que da
gusto volver a descubrir, siempre contoneándose, siempre transformándose… siempre
cambiando, en mil y una facetas diferentes que al final son siempre las mismas,
y que siempre terminan por regresar a casa.
Al final todos los paisajes que
uno ve, no son más que pasajes del alma. Y todas las personas con la que uno
interactúa, son parte de una misma… y conociéndolas uno se conoce más a sí
mismo y también al revés: conociéndose a sí mismo, uno conoce a los demás, y así
es como crecen valores nobles y necesarios, como son la compasión, el silencio,
el sano entusiasmo, la pasión, la risa, el respeto e incluso la sorpresa…
porque aún cuando uno puede adivinar ya ciertos modos en que funciona el universo,
uno nunca sabe cómo y cuándo específicamente sucederá, y eso siempre es interesante de experimentar.
Solamente por eso vale la pena vivir.
Además está, por supuesto, toda
la cosa linda y divertida que es, como bien dice el título del blog, corretear.
Ir por el mundo experimentando la multiplicidad de diseños y de experiencias… de
lo que es recoger tomates en una mañana lluviosa, ver la boda real en el hostal
junto a un puñado de fanáticos de la realeza, perseguir a un dingo que ha
robado la cartera, tomar una micro junto a unos aborígenes en una mañana de
verano, escuchar Ipod junto a un adorable sueco, mientras la lancha en que se
anda está a punto de hundirse el mar asiático...
La multiplicidad de lo que es
bailar música latina con un grupo de extranjeros inexpertos, pasar miedo con el
viejo verde que se pone manilargo cuando nos lleva a dedo, reír
con la roomate japonesa que ha aprendido a decir “papa rellena”… reír con el “buenos
nachos” de la adorable Elaine que uno alcanzó a conocer y a querer antes de que
dejara esta adorable tierra… ver con asombro y sin esperarlo, al volver a la
casa luego de un día largo, ese enorme y desnudo y magnífico cielo estrellado, casi amenazando con caer sobre uno... y mucho,
pero mucho más… tanto como podemos ver, y hacer, que es bastante, y mucho más
de lo que jamás podríamos siquiera llegar a describir. O quizá imaginar.
Yo recomiendo totalmente la
experiencia, a todos los que se sientan llamados a vivirla. Para los que dicen que
tienen miedo de dejar su casa: todos los lugares son su casa. Para los que
tienen miedo de estar solos: nunca están solos. Para los que dicen que tienen
miedo de dejar a su familia: todos son su familia. Aunque haya algunos más
cercanos que otros, y necesitemos forjar algún nicho.
Pero si no quieren salir a
recorrer el mundo, no es necesario que lo hagan, para viajarlo. No físicamente,
al menos. Uno puede cruzar espacios siderales dentro de la propia mente. Al
final todo empieza dentro de la propia noción de conciencia y además, a veces,
en el amigo, la familia, o en el propio trabajo, está la aventura más
desafiante que jamás se haya imaginado. No se necesita salir a buscarla, a otro
lado.
Solo que a veces es tan, tan lindo, hacerlo...
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El volcán chileno causando estragos en continentes lejanos. |
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Chau, Nueva Zelanda (¡miren qué verde!). |
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A veces Sudamérica es solo un concepto para las aerolíneas oceánicas. |
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La Gold Coast desde el aire... kilómetros y kilómetros de playa. |
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Casi aterrando en Brisbane (Brissie, para los amigos). |
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Una iglesia comida por la ciudad. |
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Incendio en el hostal. |
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Felices saltarines en Byron Bay. |
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Familia hippie. |
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Surfistas. |
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Hippie de leyenda en Nimbin. |
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Posando con Adam tras un mural psicodélico. |
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Agudas observaciones en el museo de la marihuana. |
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"¿Es un centro de reuniones gay?", la pregunto a Adam, "no, solo un jardín infantil", contesta. A veces una ya se pasa el rollo. |
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Cocinando en la casa rodante frente al mar nocturno. |
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Vista desde el sendero al faro de Byron. |
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Faro, y señora con cara de felicidad. |
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La playa Tallow, al ladito de Byron. |
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Otros paseantes. |
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De vuelta en la playa principal, con gaviota incluida. |
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Y un pie catador de arena (y otro, invisible a la cámara, también en acción). |
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Con la Cake en la playa artificial de Brisbane. |
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Y en la plaza, con la Claudia y la María. |
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Y con Cristóbal, tomando la micro en el atardecer de un día intenso. |
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Entrada al metro en New Farm. |
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Koalas en el zoo de Lone Pine. |
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Y gente gozando donde se le puede hacer cariño a los canguros. |
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Yo incluida (aunque me tocó un canguro dormilón). |
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Niñita dando esa comida que venden baratelli para puro atraer a los saltarines. |
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Un emu de lo más precioso, con ojos naranjos y patas cavernícolas, goteando agua del pico. |
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Emu y paloma compartiendo recursos. |
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Un geck o lagartija gigante. |
 |
Un abanico de famosos pro abrazando koalas. |
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¿Quién dice que los canguros no se parecen a los conejos? Y este es como un conejo tímido de monitos, jaja. |
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Brisbane al atardecer desde el ferry. |
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Con la Cake y la María paseando por Chinatown. |
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Cosas curiosas - para nosotros - que se venden. |
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Muchos pero muchos tipos de té. |
 |
El atardecer en Chinatown, que más bien parece el atardecer en el viejo oeste. |
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Regaloneando con uno de esos demonios que me gustan tanto. |
3 comentarios:
Noooo que buen final!!!!!! Queremos masssss!!!!
Hablando en serio, disfruté mucho con tu blog. Ojalá luego te vayas de aventuras de nuevo para que lo retomes.
Saludos de un seguidor.
Wow, there are some pictures! Byron Bay is gorgeous - shame you had to leave.
xxxx
T
¿Y cual sería el libro mas nerd de la historia de la humanidad? Jijiji........
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