martes, 13 de diciembre de 2011

Últimos días en OZ

Y estamos en el post final de mi viaje a Australia, ¡noooo! jajaja. Del viaje mismo, porque luego vienen unos posts sobre la banda sonora que tuve a lo largo de esos meses, que ya están listo y que me quedaron muy buenos, ejalé. Es que a mí me encanta escribir de música.

Además, tal vez retome el blog ¡cuando vuelva a viajar! Aunque vaya a saber una cuándo va a ser eso (mis finanzas aún no me acompañan) (pero eventualmente lo harán).

Bien, y ahí que estaba yo de vuelta a la tierra de los canguros, exiliada ya de Nueva Zelanda, ¡la Nueva Zelanda que me puso problemas al entrar y que luego no quería dejarme ir! Lista para la última tanda australiana antes de volver a Chile, una tanda muy corta (menos de 20 días). Llegué por Brisbane desde las tierras kiwis, pero estaría allí solo de paso... ya que mi destino era Byron Bay, ¡Byron Bay, la playa de los surfistas, al fin! Una preciosura taquilla a la que no había podido ir antes. Por motivos diferentes y largos de explicar, no se había dado.

¡Pero ahora sí! Y estaba fascinada. Había decidido dedicarle a Byron Bay por lo menos DIEZ DÍAS, el mayor tiempo dedicado jamás a un destino que no fuese laboral… en parte para poder realmente descansar y desconectarme antes de mi regreso a Chile, ya muy cerca. Luego de esos días, mi intención era pasar a ver a mi amiga Cake a Brisbane durante el último finde, para luego pasar los días finales en Sydney, lugar desde donde volaría de regreso a Chile. Mi querido Sydney.

Bien, Byron Bay resultó ser todo lo que yo había imaginado y más. Apenas me tomó un par de horas en bus llegar, desde Brisbane, y me recibió como el gran pueblo hippie que es, lleno de vida social, y de supermercados, y de gente agradable. Hay una onda muy artística, con harta música en vivo, y también expediciones a bosques cercanos para aprender cosas como cuáles frutas locales se pueden comer, y hasta cuáles bichos. Otra cosa que me gustó es que el promedio de edad es más alto, mucha gente entre 25 y 35 lo que facilita un poco mis interacciones sociales, aunque pretenda no fijarme en la edad (y a veces sinceramente no lo haga).

Y todo esto, enmarcado en un verdor boscal y hasta floreado. El clima es semitropical y llueve bastante, pero no de forma interminable, y está lleno de pajaros, y de lagartijas casuales, y otros animales simpáticos. Además, hay unas playas muy lindas, y también muy buenas para surfear, y un faro en una roca, blanco y enorme, que además también marca el punto más al este de Australia, y entremedio varios trekkings sumergidos en un bosque que parecen muy lejanos, pero que siguen estando muy cerca de los supermercados y también de la otra gente.

Para ser un pueblo australiano, Byron Bay es bastante grande, pero si lo comparamos con los lugares chilenos, sigue siendo chico, aunque tiene todo lo necesario para el descanso y el carrete… camping, parques, inclusos lugares para ir a hacer skate. Además, está cerca de otros lugares clave, como las playas de la costa este, o como Nimbin, un pueblo enano absolutamente hippie en el interior, donde venden todo tipo de drogas legales (supuestamente ilegales, pero su venta es un secreto a voces).

Ya, estoy escribiendo como si me estuvieran pagando por la publicidad, jaja. La cosa es que llegué a Byron y fue me encantó (¿se nota? jaja). Me instalé, en un comienzo, en el Arts Factory, que es un hostal que está un poco a las afueras de pueblo, pero que compensa que tiene una especie de comunidad hippie, con tal que viene a ser como un pequeño pueblo en sí mismo... lleno de actividades culturales gratis, como tocatas en vivo cada noche, que no solo hacen que sea choro estar allí, sino que también atraen a gente desde afuera. Además, tiene un huerto orgánico, y gente que hace yoga – y lo practica – gratis también. Un lugar muy reconocido y no muy caro, aunque lo compró Nomads, esa gran cadena de hostales taquilla.

Yo me alojé en una pieza con baño y cocina aparte, solo para cuatro mujeres, porque estaba decidida a descansar un poco antes de volverme a Chile y quise evitar las interacciones sociales. Pasé tres días sin atreverme a salir de la pieza, por mi talento para meterle conversación a las personas aunque ni siquiera yo misma tenga muchas ganas de hacerlo (culpa mía), y así solo salí a comprar al súper, o a dar una vuelta por la playa, y si es que.

Aún así, en mi pieza me hice a una amiga, Cassie, una australiana de 21 años, que tenía 1/16 de sangre aborigen australiana, entonces tenía una cantidad de beneficios impresionantes que me enumeró con pedagógica paciencia. Cassie era absolutamente rubia y de ojos verdes, por lo que llegué a la conclusión de que la raza aborigen no tenía genes tan fuertes como habría creído, pese a que ella me dijo que su hermano sí lo parecía, mucho más que ella. La Cassie también me habló del problema aborigen (el cual ha sido un tema recurrente en este blog), y de cómo hace algunos años, los niños de tal origen étnico eran separados de sus padres para ser criados por personas de raza blanca. Eso me pareció bastante animal y me recordó cómo el mundo sigue siendo un lugar tan curioso y polémico, aunque esa costumbre había finalizado ya, se preocupó de aclarar ella.

¿A qué tipo de cultura se le despojan los propios hijos por no estar “a la altura”?, me pregunté. Esto, sin mencionar que sus propios hijos tendrían la misma etnia que sería después discriminada. A no ser que se mezclaran con los de origen europeo, lo que obviamente no sería parte calculada de plan, aunque de cuando en cuando sucediera.

Pero en fin, por otro lado, qué se yo del tema. No manejo los antecedentes suficientes ni exactos. Tal vez educarlos fuera era una buena idea a final de cuentas (aunque el hecho de que al final no funcionara, lo desmiente un poco), o tal vez fue malinterpretado. O tal vez fue una idea horrible. Quién sabe. A la distancia y pese a todo me resisto a tomar posiciones odiosas porque a la larga solo hace que el odio se fomente en el mundo. Solo podemos cambiar el presente, no lo que pasó antes.

La Cassie era originaria de la zona de Sydney, específicamente de las Blue Montains (montañas azules), un parque nacional que queda tan cerca de Sydney, que se puede ir de allí en metro. Vivía en una comunidad hippie, aunque ahora estaba estudiando fuera, con la idea de luego volver a instalarse en la zona. Sus estudios eran para ser masajista, lo que imagino que es una forma de llevarse el espíritu sensible y conectado de la comunidad fuera, dentro de ella misma. El mismo hostal también era una realidad similar. Supongo que al final uno solo se dirige a los lugares atraídos por algo en ellos que también está dentro de uno.

En fin, que con la Cassie igual terminé cambiando mis ideas rígidas de no querer conocer a nadie, porque de tan partner que nos hicimos hasta terminamos yendo juntas al pueblo un día a cotizar aceites para sus masajes, y ella luego practicando en mi feliz espalda (a nadie le falta Dios). Además, me pedía consejos amorosos sobre cómo interactuar con un loco que le gustaba y que tenía mi edad: ella juraba que porque yo tenía 30 las sabía todas (jaja). Pero aún así, la forma en que me vinculé con ella, fue mucho menor de lo que luego me vinculé con Adam.

Adam era (es) un australiano surfista y skater, de 28 años y más de 1.90 de pura buenmozura. Además de eso, es matemático y economista, y está estudiando para ser profesor de media. Lo conocí en una noche en la sala común, cuando yo inocentemente leía el libro más nerd de la historia de la humanidad, tanto así que cuando se acercó para preguntarme el título, lo escondí y le inventé otro (no lo mencionaremos). Él conocía a varios chilenos, de Sydney, de donde en realidad es, y así fue cómo, impulsado quizá por un instinto de hospitalidad, ofreció llevarme en su campervan a Nimbin, el pueblo hippie, durante el día siguiente, de paseo.

Yo dudé en un comienzo, porque tanto tiempo correteando me tenía un poco cansada de la gente, pero por motivos lógicos (guapísimo, me iban a pasear gratis, solo se vive una vez) accedí. Y luego lo pasamos chancho. Como local, no solo me llevó a Nimbin, sino que también a los pueblos circundantes y a algunos otros puntos de interés, como cascadas escondidas, playas lindas y hasta el mall de un pueblo cualquiera, donde vendían la mayor variedad de calcetines del sector (pero porque necesitaba comprar para él). No pasó mucho antes de que la amistad se transformara en un simpático romance, que luego me hizo volver a Chile con el pecho henchido de vitalidad y agradecimiento, por el bonus track de último momento, y también de tan alta categoría.

Es que Adam no solo era – hay que decirlo – una completa belleza, sino que también era increíblemente dulce. Me llevaba al súper y me preguntaba qué quería comer, inventando siempre que él justo quería lo mismo, para luego cocinarlo. Improvisaba canciones para tocarme en la guitarra, me enseñaba - o intentaba - a andar en skate, y a pesar de lo mino que era, como era tímido le costaba mirarme a los ojos… así que hacía esta cosa curiosa como de mirar al cielo, y luego al suelo, y luego a mí por una décima de segundo, solo para empezar el baile de nuevo, sonriendo todo el tiempo con infantil vergüenza... porque sabía exactamente lo que estaba haciendo (o no haciendo). Un lujo de tipo y además de ser mi pinche, mi amigo.

Entremedio, me cambié del hostal Arts Factory al YHA. Es que, pese a toda la actividad, el Arts Factory era demasiado hippie, y sus cocinas las más sucias que había visto nunca (en… mi… vida). Es cierto que yo igual allí tenía una cocina chica dentro de la pieza, pero esa medida preventiva no sirvió, porque lo que tenía de limpia, lo tenían de sucias mis nuevas compañeras, y era todo tan asqueroso que casi pierdo el hambre, lo que en mí es muy preocupante. Además, encontraba que no era buena idea estar en el mismo hostal que Adam. No quería que el romance se apagara tan rápido como había empezado. Era mucho más conveniente que me echara de menos: así luego me invitaba a salir en citas como en la época antigua y cuál de los dos más producido y expectante.

Así que me fui al YHA (hay dos, nunca me aprendí cuál), y me encantó, porque era todo lo que el Arts Factory no era, y eso además ayudó al contraste. Era (es) limpio, preciso, holgado, estaba inserto en la mitad de pueblo, y además tenía unas hamacas que siempre son una alegría para su servidora. Un poco más caro, eso sí, y medio vacío (desierto al lado del otro hostal), y muuucho menos taquilla, hasta con familias con niños… pero con otros beneficios, como el que daban desayuno gratis tres días a la semana, y además había tarde de películas gratis, con popcorn incluido. Y eran producidos para la comida, aparte: el desayuno eran panqueques con mantequilla de maní y/o mermelada, y el popcorn en el cine lo daban en dos tipos: dulce y salado. Nada de cosas a medias y todo siempre calentito y recién hecho. Ñam ñam.

Allí me hice amiga también de James, otro surfista, de 30 años, con la Work and Holiday al igual que yo, que estaba trabajando en el YHA de nochero, y con quien sosteníamos largas conversaciones. Había tenido una polola colombiana, así que estaba feliz de practicar el castellano ahora que ya no estaban juntos, y a mí me gustaba eso que pasa en los viajes de poder preguntarle a alguien casi cualquier cosa, y de poder también contar casi cualquier cosa, sabiendo que el otro no se sentirá amenazado y que posiblemente será sincero… por el hecho de que es casi seguro que las relaciones entabladas serán pasajeras, por mucho que uno quede en contacto por mail y por facebook. Entonces, uno no tiene miedo. Uno puede conocerse más profundamente, en una velocidad inédita para lo que es “la vida real”, lo que si lo pensamos bien es sano también (tener esas barreras).

Fue un intercambio feliz, como la mayoría de los intercambios forjados en el total espíritu de aceptación mutua.

Y de pronto los diez días en Byron Bay ya se habían acabado. Y cuando lo hicieron, me despedí del lugar, y también ya un poco de Australia, con toda la sencillez y dulzura y grandiosidad que el proceso requiere, un poco triste, pero también feliz de haberlo experimentado, y de lo compartido, y también de los pequeños pedazos de gloria inesperada… como fue encontrar, dentro de mi mochila y envuelto en una polera vieja, el aceite para masajes que más le comenté a la Cassie que me había gustado (aunque después me lo quitaron en el aeropuerto), o la poesía improvisada que me mandó Adam un par de días después por mensaje de texto, después de la no-tan-dramática despedida (fue lindo, pero lo teníamos asumido). 

A Brisbane llegué el viernes, y me quedé hasta el lunes en la mañana, donde mi amiga Cake, y su marido, y su guagua, la María, que cuando vi por primera vez en enero era una guagua guagua y ahora ya una niñita, caminando y todo. Brisbane también había cambiado: de la ciudad barrosa que vi en enero, justo después de la inundacion, era una que poseía un río claro, una playa artificial recuperada, y muchos negocios en las calles, casi como antes del desastre (que eso no alcancé a ver).

A esas alturas, yo ya estaba en un estado de cansancio extremo, por lo que solamente compartí la existencia con mis amigos, yendo juntos por el City Cat (barcos tipo micros que se mueven por el río Brisbane), y a la playa artificial, al centro cívico o-como-se-llame… donde paseamos y comimos churros y choclo a mordiscos, muy chilensis, y también vimos juntos películas en las tardes. Además, con la Cake y la María fuimos a Chinatown, el que aún no conocía, y entonces pasamos un buen tiempo revolviendo cosas. Allí fue donde yo debería haber comprado regalos bonitos y baratos para mi familia y amigos, pero había tanta diversidad de oferta que al final me di por vencida y terminé comprando chocolatines en la escala de vuelta en Auckland, Nueva Zelanda, jeje (confieso a Caras).

Mi amiga y su familia se habían cambiado de departamento, y esta vez no me tocó pieza propia (que la otra vez me tocó porque mi amiga y su marido me la dejaron, jeje), sino que compartir con la María… pero la inmensidad del espacio y el dormir con una guagua que huele bien y que hace que uno sea más responsable y se acueste más temprano, siguió siendo de un lujo extraordinario… aunque esta vez me dio un poco de melancolía, al pensar que faltaba menos de una semana para volver a Chile, a mi propia pieza, y que entonces mi vida volvería a cambiar, y vería lujo en otro tipo de situaciones… como en lo que es simplemente sentarse en la sala común de un hostal y conocer a quinientos trillones de personas nuevas en un solo día, y que algunas de ellas nunca vuelvan a ser desconocidos.

Una última cosa que hice en Brisbane y que era muy importante para mí, fue ir al zoológico de Lone Pine y poder tocar a los canguros con mis propias manos. Siempre había querido lograr eso de modo casual, encontrar alguno en el descampado y hacerme un poco su amigui, como les pasó a casi todos mis compañeros de viaje, que hasta les dieron pan o galletas en la mano… pero por algún motivo tanto los canguros como los wallabes (canguros más chicos) me fueron esquivos. Nunca vi a uno silvestre, sino solo la sombra fugaz de alguno que casi nos hace chocar una vez que con la Anne hicimos dedo, o el cuerpo muerto a medio comer de otro, en uno de los sembrados de manzanas… pero ahí en el zoo había muchos, y todos dispuestos a ser tocados por una mano amiga, viviendo allí en parte solo para eso.

Siguiendo un goloso – y predecible – impulso, por supuesto que no solo toqué a los canguros y wallabees, sino que también a los emu y a las ovejas, y a todo animal no agresivo que lo aceptara. Eso sí, no hice lo típico de abrazar al koala y sacarnos la foto juntos. Sí, valía 25 dólares, que no es tan caro, y es una cosa que hay que hacer… pero simplemente no tuve ganas. Me pareció suficiente con mirarlos bien de cerca. Esos koalas sé que duermen un montón - 22 horas al día - y que por el tipo de comida, se la pasan drogados… pero igual siempre tienen cara de nada cuando uno los toma en brazos, según vi las fotos y también en directo. Así que no me pareció que fuésemos a compartir una experiencia mística o algo, por lo cual estábamos bien de lejitos y yo con 25 dólares intactos. Next.

Y así fue cómo dejé Brisbane, llegué a Sydney y partí otra vez a Chile. ¡Oh, y esos últimos días sí que pasaron volando! Trataba de dormir poco, para que pasaran más lento, como aferrándome a las horas, pero no hubo caso… y a la vez… el tiempo era infinito. Volver a Sydney fue como si nunca lo hubiera dejado antes… como me pasó con Cairns, al que también fui muy espaciado, e incluso con Auckland, en menos de un mes… pero casi siempre es así. Es como si hubiera un espacio dentro del corazón humano donde el tiempo no existe… donde son reales todas esas teorías de la física cuántica en que todo ocurre aquí y ahora, y esas horas y semanas y meses y años… son solo una ilusión. Las ciudades y lugares cambian, y uno mismo va cambiando, y también el propio cuerpo, y el cuerpo de los otros, y así van desfilando, en su evidencia, todos esos momentos pasados que sí han dejado cierta marca física… pero hondo, muy hondo y a la vez en todas partes… hay algo que jamás se marchita ni muere.

Y eso es lo que más me gusta a mí de viajar. Mirar. Mirar lo que siempre cambia, desde ese espacio de conciencia en mí que es parte del gran contemplador inmortal, que no cambia jamás… y es que las civilizaciones se elevan y decaen, y lo mismo las personas y animales, como parte del ciclo vital… pero está ese espíritu de fondo que jamás lo hace, y que da gusto volver a descubrir, siempre contoneándose, siempre transformándose… siempre cambiando, en mil y una facetas diferentes que al final son siempre las mismas, y que siempre terminan por regresar a casa.

Al final todos los paisajes que uno ve, no son más que pasajes del alma. Y todas las personas con la que uno interactúa, son parte de una misma… y conociéndolas uno se conoce más a sí mismo y también al revés: conociéndose a sí mismo, uno conoce a los demás, y así es como crecen valores nobles y necesarios, como son la compasión, el silencio, el sano entusiasmo, la pasión, la risa, el respeto e incluso la sorpresa… porque aún cuando uno puede adivinar ya ciertos modos en que funciona el universo, uno nunca sabe cómo y cuándo específicamente sucederá, y eso siempre es interesante de experimentar.

Solamente por eso vale la pena vivir.

Además está, por supuesto, toda la cosa linda y divertida que es, como bien dice el título del blog, corretear. Ir por el mundo experimentando la multiplicidad de diseños y de experiencias… de lo que es recoger tomates en una mañana lluviosa, ver la boda real en el hostal junto a un puñado de fanáticos de la realeza, perseguir a un dingo que ha robado la cartera, tomar una micro junto a unos aborígenes en una mañana de verano, escuchar Ipod junto a un adorable sueco, mientras la lancha en que se anda está a punto de hundirse el mar asiático...

La multiplicidad de lo que es bailar música latina con un grupo de extranjeros inexpertos, pasar miedo con el viejo verde que se pone manilargo cuando nos lleva a dedo, reír con la roomate japonesa que ha aprendido a decir “papa rellena”… reír con el “buenos nachos” de la adorable Elaine que uno alcanzó a conocer y a querer antes de que dejara esta adorable tierra… ver con asombro y sin esperarlo, al volver a la casa luego de un día largo, ese enorme y desnudo y magnífico cielo estrellado, casi amenazando con caer sobre uno... y mucho, pero mucho más… tanto como podemos ver, y hacer, que es bastante, y mucho más de lo que jamás podríamos siquiera llegar a describir. O quizá imaginar.

Yo recomiendo totalmente la experiencia, a todos los que se sientan llamados a vivirla. Para los que dicen que tienen miedo de dejar su casa: todos los lugares son su casa. Para los que tienen miedo de estar solos: nunca están solos. Para los que dicen que tienen miedo de dejar a su familia: todos son su familia. Aunque haya algunos más cercanos que otros, y necesitemos forjar algún nicho.

Pero si no quieren salir a recorrer el mundo, no es necesario que lo hagan, para viajarlo. No físicamente, al menos. Uno puede cruzar espacios siderales dentro de la propia mente. Al final todo empieza dentro de la propia noción de conciencia y además, a veces, en el amigo, la familia, o en el propio trabajo, está la aventura más desafiante que jamás se haya imaginado. No se necesita salir a buscarla, a otro lado.

Solo que a veces es tan, tan lindo, hacerlo...

El volcán chileno causando estragos en continentes lejanos.

Chau, Nueva Zelanda (¡miren qué verde!).

A veces Sudamérica es solo un concepto para las aerolíneas oceánicas.

La Gold Coast desde el aire... kilómetros y kilómetros de playa.


Casi aterrando en Brisbane (Brissie, para los amigos).

Una iglesia comida por la ciudad.

Incendio en el hostal.

Felices saltarines en Byron Bay.

Familia hippie.

Surfistas.

Hippie de leyenda en Nimbin.

Posando con Adam tras un mural psicodélico.

Agudas observaciones en el museo de la marihuana.

"¿Es un centro de reuniones gay?", la pregunto a Adam, "no, solo un jardín infantil", contesta. A veces una ya se pasa el rollo.

Cocinando en la casa rodante frente al mar nocturno.

Vista desde el sendero al faro de Byron.

Faro, y señora con cara de felicidad.

La playa Tallow, al ladito de Byron.

Otros paseantes.

De vuelta en la playa principal, con gaviota incluida.

Y un pie catador de arena (y otro, invisible a la cámara, también en acción).

Con la Cake en la playa artificial de Brisbane.

Y en la plaza, con la Claudia y la María.

Y con Cristóbal, tomando la micro en el atardecer de un día intenso.

Entrada al metro en New Farm.

Koalas en el zoo de Lone Pine.

Y gente gozando donde se le puede hacer cariño a los canguros.

Yo incluida (aunque me tocó un canguro dormilón).

Niñita dando esa comida que venden baratelli para puro atraer a los saltarines.

Un emu de lo más precioso, con ojos naranjos y patas cavernícolas, goteando agua del pico.

Emu y paloma compartiendo recursos.

Un geck o lagartija gigante.

Un abanico de famosos pro abrazando koalas.

¿Quién dice que los canguros no se parecen a los conejos? Y este es como un conejo tímido de monitos, jaja.


Brisbane al atardecer desde el ferry.

Con la Cake y la María paseando por Chinatown.

Cosas curiosas - para nosotros - que se venden.

Muchos pero muchos tipos de té.

El atardecer en Chinatown, que más bien parece el atardecer en el viejo oeste.

Regaloneando con uno de esos demonios que me gustan tanto.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Noooo que buen final!!!!!! Queremos masssss!!!!

Hablando en serio, disfruté mucho con tu blog. Ojalá luego te vayas de aventuras de nuevo para que lo retomes.

Saludos de un seguidor.

Anónimo dijo...

Wow, there are some pictures! Byron Bay is gorgeous - shame you had to leave.

xxxx

T

Anónimo dijo...

¿Y cual sería el libro mas nerd de la historia de la humanidad? Jijiji........